Los manteles relucen, la copa es un espejo,
los nobles lo reciben con cálido festejo.
El vino se desliza, la risa se derrama,
pero Kant no se dobla ni vende su palabra.
—Señor, alce su copa, brindemos por la gloria,
por reyes, por linajes, por el peso de la historia.
Que el orden es sagrado, que el mundo está dispuesto,
y el pueblo es solo brisa que obedece al viento.
Kant mira en silencio, la servilleta en mano,
como si un nuevo juicio surgiera de sus labios.
—Señores, la razón no acepta más cadenas,
ni el alma se arrodilla donde el miedo reina.
Si el hombre es criatura que piensa y que delibera,
si el mundo es un contrato de luces verdaderas,
¿por qué temer al pueblo si el pueblo es soberano?
¿No vale más la mente que el cetro en una mano?
El aire se congela. El duque frunce el ceño.
El marqués da un suspiro. El conde muerde el sueño.
Pero Kant ya no calla, su voz ya no se esconde:
—Si la ley es injusta, la revuelven los hombres.
Las copas ya no suenan. La cena se marchita.
Y Kant, con paso firme, se ajusta la levita.
Sale a la noche densa, respira su verdad,
y deja tras la puerta la sombra de un feudat.