No fuimos al cine.
No llegamos a sentarnos en la terraza del bar de siempre.
El camarero no nos reconoció ni nos sirvió la caña de antes.
Se apagaron los letreros de neón y nadie miró al cielo.
Hablamos del frío, del alquiler, de la calle que asfaltaron mal,
de la vida que sigue con la misma pereza
con la que alguien enciende un cigarro y lo deja consumirse
sobre el borde de la mesa.
Alguien, en algún sitio, estaba esperándonos.
Pero no fuimos.
Nos quedamos en casa, revisando correos,
leyendo noticias viejas,
esperando que el día se cansara antes que nosotros.
Y al final, como siempre,
cerramos los ojos en la cama deshecha,
con la sensación de haber perdido algo
sin saber exactamente qué.