En la ladera quieta del monte callado,
donde el sol besa lento la tierra dormida,
crecen humildes, sin ruido ni alarde,
las florecitas de alma rendida.
No tiemblan al viento, ni lloran la escarcha,
su tallo es sencillo, su vida sin prisa,
pero guardan un brillo secreto en el centro:
la promesa eterna de estar siempre vivas.
No ansían el trono del rosal soberano,
ni el eco lejano del lirio en la brisa,
ellas florecen en grietas del tiempo,
con fe silenciosa que nunca se quita.
Sus pétalos guardan historias pequeñas,
de lluvias que pasaron, de soles que abrigan,
de noches en vela mirando las estrellas
y primaveras que siempre regresan.
Así son las almas que aman sin miedo,
que viven sin oro, sin pompa ni prisa
pero llevan en sí un fulgor que no muere:
como florecitas... siempre vivas