Hay un tirano que no lleva corona,
ni uniforme, ni látigo en la mano.
Habita en el hueco de nuestras dudas,
en el eco de “no puedo” que resuena temprano.
Es quien clausura ventanas al viento,
quien teme al vuelo de nuestras alas,
el carcelero de los sueños silentes,
el que pone candados en las palabras.
Pero la poesía, clandestina y feroz,
siembra grietas en los muros de su mandato.
Cada verso es una llave escondida,
cada metáfora, un golpe al cerrojo gastado.
La libertad—esa hermana indomable—
no clama desde fuera, sino desde dentro.
Es un incendio que se propaga en silencio,
un río que crece al filo del pensamiento.
Entonces, ¿qué haremos con ese tirano
que teme la belleza de lo incontrolable?
¿Lo enfrentaremos con el filo del poema
o lo alimentaremos con nuestra cobardía amable?
Tal vez el mayor riesgo no sea el combate,
sino el olvido de que existe la lucha.
La poesía nos recuerda, con su potencia sígnica,
que la libertad empieza cuando la palabra se escucha.