Tomás siempre había querido volar. Desde pequeño, observaba los pájaros dibujar círculos en el cielo y se imaginaba a sí mismo allá arriba, sintiendo el viento en la cara, libre del peso del mundo. Pero, claro, los hombres no vuelan. Aún así, ese pensamiento nunca lo detuvo.
Una tarde de primavera, armado con su determinación y un par de alas hechas con varas de bambú y sábanas viejas, decidió que había llegado el momento. Subió a la loma más alta del pueblo, esa que daba al valle, convencido de que el viento sería su aliado. Los amigos, que lo seguían entre risas, decían que estaba loco, pero él no los escuchaba. Sabía que, para volar, uno primero tiene que soñar sin miedo.
Desde la cima, el paisaje parecía inmenso. El horizonte se extendía como una promesa, y Tomás sintió que todo lo que necesitaba estaba ahí, en ese momento. Colocó las alas en su espalda, tomó aire, y sin pensarlo más, dio un paso al vacío.
Por un instante, el mundo se detuvo. El viento acarició su rostro, y él se sintió ligero, casi ingrávido. Las alas respondieron, torpes pero firmes, y por un segundo que pareció eterno, Tomás creyó que estaba volando. Pero la gravedad, como siempre implacable, lo reclamó de vuelta.
Cayó rodando por la ladera, entre risas y golpes, hasta quedar tendido en el pasto. Sus amigos corrieron hacia él, preocupados y divertidos a la vez. Tomás, con el cuerpo dolorido pero el alma intacta, soltó una carcajada que contagió a todos.
—Casi, casi volé—dijo entre risas, limpiándose la tierra de la cara.
No había tristeza en su voz, ni frustración. Porque sabía que, aunque sus pies volvieran a tocar el suelo, algo había cambiado para siempre. Había dado el primer salto, y eso era lo más cercano al vuelo que se podía estar.
Al final del día, mientras el sol se escondía tras las montañas, Tomás sonrió para sí mismo. Sabía que seguiría intentándolo, porque lo más importante no era volar, sino la certeza de que, con cada intento, se estaba acercando un poco más al cielo.