La nieve danza fría sobre la calle,
el mundo duerme en sueños de opulencia,
y junto al umbral de una casa grande,
un niño espera envuelto en su indigencia.
Sus pies descalzos hieren la dura escarcha,
sus ojos brillan, hambre y fe mezcladas,
sus manos tiemblan, frágiles y blancas,
como palomas rotas, desgarradas.
Dentro, la mesa arde en vino y banquete,
el fuego canta cálidos abrazos,
y un árbol alto, lleno de juguetes,
brilla entre risas, música y regazos.
El niño toca, suave, la gruesa puerta,
sus dedos, tímidos, apenas susurran.
Nadie responde; la opulencia es ciega,
el gozo al pobre siempre le murmura.
De nuevo insiste, “¿Puedo entrar, señores?
Tengo frío, y el hambre me castiga”.
Silencio oscuro. “¡Vete, no hay lugar!
Busca refugio donde el barro abriga”.
Jesús, de espaldas, vuelve hacia la calle,
sus pasos llevan ecos de abandono.
La luna llora, muda en su carácter,
y el cielo entona un lúgubre sollozo.
En una estrella arde su silueta,
su luz pregunta: “¿Quién abrirá su puerta?”
Pero la casa, llena de grandeza,
prefiere el oro antes que la pobreza.
Así, en la noche, queda un gran misterio:
¿Quién niega al Niño el paso al paraíso?
¿Será que el rico, ciego en su destierro,
olvida que el amor es sacrificio?