Llegó el día en que el tiempo cesara,
y ante el trono eterno, la humanidad,
con sus miedos, errores y fe quebrada,
esperó el juicio de la eternidad.
Vinieron los ricos con oro y gloria,
los pobres con manos vacías de ayer,
y todos llevaron su propia historia,
lo bueno y lo malo que hicieron valer.
El justo aguardaba, seguro y sereno,
su lista de obras bajo la luz,
el necio temblaba, sintiendo el veneno
del peso que carga su propia cruz.
Entonces habló una voz infinita,
que no era dura ni era cruel,
más bien era suave, serena y bendita,
como un murmullo que viene del vergel.
“No juzgo al hombre por lo que ha tenido,
ni por su poder, ni su condición;
juzgo la esencia que ha compartido,
el bien oculto en su corazón.
¿Fuiste justo al tender tu mano?
¿Perdonaste el mal que en otro viste?
¿Hallaste en la vida, aunque fuera en vano,
una razón por la que fuiste?
No busco grandezas ni méritos huecos,
ni gestos altivos sin compasión;
en el alma sencilla hallo mis ecos,
en el amor limpio está la razón.”
Y al fin, los humildes alzaron la frente,
los sabios callaron sin discutir,
pues el juicio que espera eternamente
no pesa en el oro, sino en el sentir.
Así terminó el juicio divino,
sin gloria, sin trono, sin más pesar,
pues cada alma halló su destino
en el amor que supo entregar.