Cien años han pasado y su voz aún resuena,
como un río caudaloso de versos y fe,
monje rebelde, profeta del pueblo,
caminante entre Dios y el poder.
En Solentiname alzó su evangelio,
no de incienso, sino de justicia,
donde los pobres hallaron su templo
en la palabra hecha poesía.
No dobló rodilla ante los tronos,
ni ante el dogma que encierra el amor,
pues su Cristo era el de los pobres,
el del obrero y del labrador.
Con su pluma forjó rebeldía,
con su rezo esculpió la verdad,
y aunque Roma le diera castigo,
no dejó de cantar libertad.
Hoy, cien años después de su canto,
su palabra no deja de arder,
pues en cada verso que al pueblo retorna,
su espíritu vuelve a nacer.