Los dedos trazan rutas invisibles,
sigilosos viajeros sobre la piel,
murmullos que incendian los labios,
secreto compartido al anochecer.
Los cuerpos se encuentran sin prisas,
un eco de sombras y luz,
siluetas que arden al roce,
donde el tiempo se torna virtud.
El pulso es un mar desbordado,
que rompe en susurros de sal,
un himno de fiebre y de calma,
en la danza sagrada y carnal.