Al morir mi amada, la luz se hizo escombro,
el día fue ceniza, la noche, cautiverio;
ni el canto de los pájaros, ni el sol en su misterio
pudieron redimirme del gris de su asombro.
Le hablé a la poesía con voz de desconcierto,
le rogué en susurros que me devolviera
un hilo de esperanza, su estela verdadera,
algo que justificara este dolor incierto.
Y vino—temblorosa—con tinta en la herida,
con versos que lloraban por su nombre ausente,
y me enseñó a nombrarla para sentirla viva.
Desde entonces, respiro su alma persistente:
la poesía es mi pacto, mi voz, mi despedida,
y el modo en que mi amada sigue siendo presente.