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El poeta muerto

El Eco de la Locura

En un cuarto de sombras, oscuro y helado,
un loco contempla su mundo olvidado.
El viento que entra por la vieja ventana
acaricia su rostro, de vida lejana.
 
Su piel es tan pálida, como un cadáver,
y su mente es un reino que nadie comparte.
Un lugar distorsión, de caos y agonía,
donde solo el silencio le hacía compañía.
 
Mas la calma se rompe, un duende aparece,
un ser diminuto que su mente estremece.
—¡Oye, loco!—le dice con voz insistente—,
¿por qué no respondes? ¿Me temes de frente?
 
El loco, absorto, no mueve su mirada,
fija en su horizonte, sin decir nada.
—¿Qué debo hacer?—gritó el duende irritado—,
¿Cambiar mi forma? ¿No ser rechazado?
 
Con un suspiro, el duende comenzó a mutar,
su voz se volvió grave, su cuerpo a estallar.
Creció como un gigante, llenando el lugar,
y su sombra sombría hizo todo temblar.
 
—¿Y ahora?—rugió con eco en el aire—,
¿Así me miras? ¿O es que aún te soy nadie?
Puedo ser lo que quieras, cambiar mi figura,
si eso calma tu alma, si eso a ti te asegura.
 
Pero el loco seguía perdido en su mente,
ajeno al duende, al grito, al presente.
Sin respuesta, el duende cambió nuevamente,
adoptó su figura, idéntico y valiente.
 
—Soy tú—susurró, con voz quebrantada—,
¿Ahora me ves? ¿Ahora soy algo en tu nada?
Mas el loco, impasible, siguió sin hablar,
y el duende, cansado, dejó de intentar.
 
Frente al espejo vio su reflejo,
ya no era un duende, se había hecho añejo.
Un loco miraba, su rostro vacío,
el eco de un ser perdido en su lío.
 
El amor no visto es cruel y tirano,
te arrastra al abismo, te rompe la mano.
Y así comprendió, en su pena tardía,
que la locura es amar, sin hallar compañía.

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