Un dios inmortal, eterno,
en su trono de desdicha y silencio inhumano,
creó su universo, su obra, su tormento,
dejando atrás la paz, convirtiéndose en su propio
desengaño.
Dejó de ser espectador para convertirse en el dedo que guía,
pero al ver la creación, su corazón en llanto caía.
Sus criaturas lo odiaban, su nombre era maldición,
cada mirada hacia él era un peso en su corazón.
Intentó abandonarlos, dejarlos a su suerte,
pero el dios no pudo, su condena fue más fuerte.
El castigo divino que planeó se tornó en su horror,
y su alma se quebró bajo el peso de su propio error.
La soledad, que antes era su refugio,
se volvió un abismo lleno de gritos y murmullos.
Vio cómo su creación, en su ignorancia y furia,
se autodestruía, arrastrando consigo su propia hermosura.
Herido, traumado, marcado por el eco del dolor,
su eterno capricho lo condenó a un sufrimiento sin redentor.
Con cada acto atroz que su creación provocaba,
su alma se desintegraba, su ser se destrozaba.
Su maldita eternidad, ahora un tormento sin fin,
le mostró que el precio de la creación es la muerte de su ser.
Condenado a vivir, pero muerto en vida,
el dios ahora observa, pero su mirada está perdida.