Christian Sanz Gomez

27-XII-2021

El tiempo es el flagelo del hombre

¿De qué sirve, quisiera yo saber, cambiar una rumbosa
ciudad por aldea, tomar criada, que te acompañen
los lobos últimos de la noche, gastar pecunio
en amor mercenario, comprar lujosos libros, escribir
sin ton ni son, si vienes luego tú, piltrafilla,
holgazonote, espilocho, pueblerino catetón,
a cumplir años y a desbarrar con la memoria?
Sin amigos, sin novia, sin amor, solitario como una
tenia en el estómago, enfermo y loco, melancólico,
al que Fortuna hiere todos le llamamos simplón
desgraciado. Pero tu alma tejida de barro aún brilla.
¿Inmorales los que hacen de la vida un crimen?
¿Una irreligiosidad no amar el tiempo o tu carmín?
Pero, ¿gané la cumbre? ¿avisté la lumbre? ¿De qué sirve
cumplir años, apaciguarte flemático con la música,
ver los ángeles del eco, la fila de cirios apagados...
si los espejos te devuelven tu monstruosa imagen?
¿De qué sirven las palabras que dispersa el viento,
los tiernos renuevos efímeros del verdor en Abril,
tu lírico e insomne ocultamiento de ermitaño?
Viniste y no venciste, oh tú nimio héroe de subliteratura.
 
Vivir, mosca y plata, como una forma de villanía.
Vivir, danza de polvo y moscas, elegía a la agonía.
Vivir –bruta esencia– esa monomanía sin rastro de ironía.

Meditando sobre el alma, como un trallazo, vino a mi mente la opinión, avalada por la matemática teoría de juegos, de Italo Calvino: «Lo mejor que cabe esperar es evitar lo peor».
Y cavilando sobre mi fracaso como escritor recuerdo a Voltaire: «Os deseo otro siglo, otros autores, otro público»
Cada cumpleaños evalúo mi vida y advierto, además de melancolía, soledad.
La psicología popular y el arte comercial (o no tan comercial) nos han convencido implícitamente que la principal y casi única fuente de felicidad son las relaciones interpersonales, el comercio emocional con el amor, la familia y los amigos, desdeñando nuestros intereses, creencias y gustos solitarios e impersonales. Para mí es intensamente más esclarecedor y relevante lo que sucede en mi cabeza estando solo, incluso patológicamente aislado, que aquello, una mera Babel de Ruido u Odisea de Barullo, que me ocurre en compañía (donde siempre actúo algo exageradamente con la máscara -falsaria- de tipo irónico e ingenioso)
Me gusta estar muy solo, solo así soy yo verdaderamente, y, en la energía y bendición augusta de la soledad, mucho meditar, mucho contemplar los temas que me importan y obsesionan, y sentir cómo se modifican y agudizan las sensaciones, trabajar mentalmente en algunos poemas o incipientes y brumosas prosas, o en volanderas ideas indeterminadas, o habitar los poblados -densos, fosforescentes- recuerdos. Me gusta sentarme en el banco solitario de la plaza de mi aldea feudal (pasan a veces horas sin asomo de presencia humana) y ensimismarme y rumiar al compás o correr de la mente, y oír a los pájaros ducales, notar el ulular del viento como un Zeus benigno y cálido con su idioma celeste, asombrarme de la coloración granulada y puntiaguda de la luz mientras oscurece paulatina, lentamente.
Solitario crecen y se ramifican las ideas creativas, y solitario cada vez te conoces mejor ( te afinas mejor) a ti mismo. Cuando estoy en la odiosa Barcelona o en la provinciana Orense -donde también tengo casas- voy yo solo a los restaurantes, al teatro, a los museos, a las librerías o cines o cafés. Flâneur altivo y meditabundo, me siento en una rincón y divago egregio como un noble medieval frente a su fuego en noches de callado invierno.
Uno de los rasgos de mi personalidad es que la ternura y el afecto que indefectiblemente necesito no soy capaz de asimilarlos, me producen malestar, tensión y carga. Me desequilibra sufrir compañía y consideración. Por eso desde los nueve años estoy muy solo, desacostumbradamente e increiblemente solo. A veces es duro (la estricta y compacta -yihadista, esquizoide- soledad devora la felicidad y la dulzura), pero no siempre lo es. A veces, confrontado y enfrentado a mi soledad, ayuno de amistades y amores, afloran epifanías gloriosas, momentos eureka, sentimientos de poder, invulnerabilidad y exquisito placer inenarrable no susceptible de un trasunto en palabras. Sé que nado a contracorriente. Mi vida esteparia y eremita probablemente no sea un bien universalizable o deseable.
Paso también horas arrellenado en la butaca de mi galería acristalada contemplando el valle y meditando en las lindas musarañas o mirando árboles pulimentados. Los ruidos de la casa (crujir de la madera, unos perros ladrando, el golpear de la lluvia en los cristales, el tic-tac del reloj del comedor, el leve susurro de la calefacción, la respiración de mi perra) son como la savia que circula dentro de mí, y mi única querible melodía. Prácticamente nunca oigo la radio o enciendo el televisor. Las redes sociales me provocan -su uso excesivo- una orgía de culpabilidad alemana. Mi medio natural es andar enclaustrado en mi mente silenciosa, o muy solo deambular (sin interactuar) entre la populosa muchedumbre.
El bullicio del mundo me asquea como una rata metida en la tráquea. Ser solitario es mi daimon y destino, mi santa unidad sagrada y rosácea. Lo admito: seguramente soy el más solitario de los hombres que han existido.
Sí sí claro claro, pero tal abuso de vida de cartujano ya implica que bastante de esa soledad me esté saliendo rana.

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