A ti, encallado amigo,
hacia las aguas quietas
del arrecife blanco
donde te amarra tu sueño de náufrago,
va mi canción de despedida.
Hoy te he despertado
con el afán de alas en las jarcias,
y tiendo velas inalámbricas
navegando hacia el puerto de la hora
marcado por la brújula indolente.
Hoy estiro mi lenguaje al viento
para estrechar tus palabras
y llevarme algo de tu lamento tierno
a compartir asombros que ya estoy viviendo.
Se fue la primavera
que fertiliza tu almohada;
no es por mi partida
sino por tu nave que ya no navega.
Te comprendo, golondrina truncada.
Quisiera llevarte a la fuente Castalia
o darte elixir de iguales poderes;
y aunque soy un médico asomado a las cosas
que no las transforma y apenas comprende,
tengo no obstante una fórmula mágica
—creo que la prendí en una mina de Bolivia,
o tal vez Chilena, peruana o mexicana,
o en el destroncado imperio del Sonora,
o en un puerto negro del Brasil africano
o tal vez en cada punto una palabra —.
La fórmula es sencilla:
no te ocupes del cerco ataca el arrecife,
une tus manos jóvenes a la piedra anciana
y dale en tu pulso a los rojos corales palpitantes
en diminutas ondas cotidianas.
Un día, aunque mi recuerdo sea una vela
más allá del horizonte
y tu recuerdo sea una nave
encallada en mi memoria,
se asomará la aurora a gritar con asombro
viendo a los rojos hermanos del horizonte
marchando alegres hacia el porvenir,
Ellos, los males quietos terribles y blancos
como la noche sorprendida al revés.
Y entonces, poeta blancuzco de cuatro paredes,
serás el cantor del universo;
entonces poeta trágico, delicado, enfermo,
serás un robusto poeta del pueblo.