¡Permitidme reír!... brotan mis labios
manantiales de risa bullidora,
que romper no me deja por ahora
en el llanto hacia vos, jóvenes sabios.
Perdonad a la Musa que no llora,
si tal vez en reír os hace agravios,
un momento no más, y ya serena
entonaros podré mi cantilena.
Sed indulgentes... ruda, campesina,
no estuve en vuestra escuela cortesana:
y cuando el hecho a sonreír me inclina,
mi voluntad para gemir es vana;
y, por Dios, que esta causa peregrina
que me incita a reír con tanta gana,
jovial hiciera al mismo Jeremías,
si alzara la cabeza en nuestros días.
Mas no: la indignación me preste acento:
que no hasta la risa del sarcasmo
para explicaros el pavor que siento,
la maravilla y el enojo y pasmo
al veros en cobarde desaliento
renunciar con desdén al entusiasmo,
lanzar vuestras creencias de la vida,
¡y cantar a una voz la fe perdida!
La fe perdida en el amor que os ama;
la fe perdida en la amistad que os guía;
la fe perdida en el honor que os llama;
la fe perdida hasta en el Dios que os cría;
Quimera es el saber sueño la fama;
la Religión —decís—hipocresía;
sombra la dicha, la virtud escoria,
polvo las almas, ilusión la gloria.
¡Me dais espanto! vuestras almas frías
parécenme a las noches tempestuosas
que prestan con sus bóvedas sombrías
resguardo a las acciones vergonzosas
a la sombra falaz de esas teorías,
que anublan las creencias más hermosas,
¿qué os proponéis con vuestra fe perdida,
sino ocultar errores de la vida?
¿Será que el mundo se tornó malvado
desde que hayáis vosotros a él venido?
Tierra que el bien y el mal siempre ha brotado
¿la semilla del bien hoy ha perdido?
¿Ni una planta siquiera le ha quedado?
¿Ni un retoño siquiera ha florecido?
¿Sabéis que el mundo tan horrible sea;
o es vuestra mala fe la que lo afea?
¡Ay! perdonadme: indignación tampoco
debe el alma sentir: sino tristeza,
porque tenéis vuestro cerebro loco,
y merecéis blandura, no dureza;
es menester llevaros poco a poco
remedios que os serenen la cabeza,
hasta que el juicio claro se os presente,
y el sol veáis y conozcáis la gente.
Permitid que os conduzca por la mano
a la morada de la casta esposa,
que de su dueño incrédulo y tirano
sufre el áspero trato silenciosa.—
Os mostraré también al recto anciano,
que en el humilde hogar pobre reposa,
porque acertó a elegir en su conciencia
entre indigencia y hurto, la indigencia.
Y os mostraré a la joven pura y bella,
que sufre la miseria resignada,
aunque el mundo también se mofe de ella,
y muera en soledad abandonada...
yo sé que lloraréis, si la querella
escucháis que os dirige lastimada
aquella sociedad desconocida,
donde cantasteis vuestra fe perdida.
¿Tal himno le entonáis al fiel soldado,
que por su patria muere en la pelea?
¿Muere sin que os merezca el desdichado
siquiera el premio de que en él se crea?
La madre que en su pecho extenuado
lleva amorosa al niño a quien recrea,
dándole el jugo de su propia vida
¿también ha de escuchar la fe perdida?
Tal vez, cuando el hermano generoso
cede su propio pan al tierno hermano
cantáis el egoísmo vergonzoso
y blasfemáis del corazón humano;
tal vez, en vuestro canto rencoroso
os quejáis del espíritu liviano,
cuando ahogando en el pecho sus pasiones,
la mujer de virtud os da lecciones.
Y en tanto que en el bello gabinete
contra la humana ingratitud declama,
el literato escéptico, y derrama
hiel sobre el mundo que a su ley somete;
digna de que por ella se respete
la humanidad, que el literato infama,
llorando insomne con la vista fija
sobre la anciana enferma vela su hija.
Y se arrodilla, y con su ardiente boca
los yertos pies de la doliente abriga:
su calva frente con blandura toca,
y la enjuga el sudor que la fatiga,
Teme, se desconsuela, a Dios invoca.
Y levanta dulcísima y amiga
su oración por la vida de la anciana,
cuando injuriando estáis la raza humana.
¡Almas ingratas sois a las bondades,
ingratas a los nobles sacrificios;
que sólo abrís los ojos a los vicios
y veis tan sólo el mundo de maldades;
y nos pintáis después esas ciudades
como espantosos, inciertos precipios,
que hundieron vuestras dulces ilusiones
y gastaron los tiernos corazones!
¿Qué aliento dais al generoso instinto,
que en el niño gentil brilla naciente,
si le arrojáis ese anatema hiriente,
su entusiasmo infantil dejando extinto?
Si de dudas el vago laberinto
señaláis por camino al inocente,
¿qué virtud aguardáis, qué heroica hazaña
de esta generación virgen de España?
¿No sabéis dibujar, rudos pintores,
sino de informes copias los trasuntos?
¿No podéis con finísimos colores
lo bello y lo real mostrarnos juntos?
¿No sabéis, infelices trovadores,
más que cantar las tumbas y difuntos,
o lanzarnos sarcasmos que os inspiran
la furia que se esconde en vuestra lira?...
En vano es ese canto lastimero,
que a la sensible humanidad ultraja
y que rechaza el corazón sincero,
como una ofensa calumniosa y baja;
el mundo es ora como fue primero,
de virtudes y vicios gran baraja,
cuyos signos diversos y figuras
confundís de este siglo las criaturas.
Y de este siglo, que decís malvado,
han de alzarse animosos corazones,
que reanimen la fe que habéis ahogado
con vuestras falsas míseras lecciones.
No juzguéis porque el pueblo os ha escuchado
llorar vuestras amargas decepciones,
que también para siempre descreído
la fe como vosotros ha perdido.
El germen de virtud que en él se encierra,
brotará, como planta que en invierno
descansa en las entrañas de la tierra
y alza en verano su capullo tierno;
por más que vuestro orgullo les aferra
con descripciones del mundano infierno,
los buenos os dirán que habéis mentido,
porque llamáis al siglo corrompido.
Vosotros que pugnáis con odio loco
por degradaros en la raza humana,
malos como decís no sois tampoco,
sino esclavos de moda bien tirana;
¡Triste Espronceda, que avivaste el foco
de la maligna Musa Castellana!
¿Oyes cómo tu Trova repetida
suena en el Canto de la fe perdida?
¡Compasión a vosotros, pobres gentes,
que no tenéis ni en Dios ya confianza!
Son cual hondas cavernas vuestras mentes
donde jamás del sol el rayo alcanza:
puedan de Dios las voces elocuentes
devolveros de nuevo la esperanza;
y veréis cuán hermosa que es la vida
con esa fe que lamentáis perdida.
Hay siempre un ser benéfico y sensible
a quien volver los ojos en la pena:
hay siempre un alma cariñosa y buena,
que su tierna amistad nos dé apacible;
y si en el mundo todo aborrecible
no hubiese más amor que el de la hiena,
¡un manantial fecundo de consuelo
nos queda siempre en el amor del cielo!