Esa mentira inmensa
que es Nueva York
quema mis labios a la medianoche
cuando flamean las cabezas derribadas,
en cada piedra de la ciudad
de todas las respuestas.
Su poder irreductible
alarga la garra
y desentierra el nocturno corazón de hierro,
que puedo contemplar
—con sus ríos de lava ardiente—
desde una altísima terraza.
Bajo la luz empobrecida
el subway delira:
enorme ataúd de bocas negras
que traga espantapájaros,
perritos amaestrados,
almejas ya sin ojos,
sombríos seres soñolientos.
Alguien de rodillas pregona
en una esquina rota
que tiene sida
esperando la piedad y unas monedas.
Mientras los dioses indolentes
se embriagan entre el olor de adormideras
Nueva York clava
una mariposa oscura en mi pecho
y el tigre cruza
enardecido, la noche.
En la madrugada
la ciudad
ofrecía un seno pletórico y desnudo
a su propio sacrificio,
mientras yo contemplaba
el misterio sin compasión
de su jauría.