¡Qué plenitud me cerca de cansancio y hastío!
¡Qué tedio me sumerge como un pesado río!
Me voy quitando todos los sueños de las sienes
y hay siempre en mi mirada algún adiós de trenes.
Qué menester tan necio entretener los días
con visitas, y tiendas, y cines y tranvías.
Y qué aburrido es esto de entretener los parques,
de saludar amigos, de contemplar embarques...
Y la costumbre inútil de abrir una ventana
y la tarde podrida detrás de la mañana
y el obrero cesante, y la madre soltera
el cigarro caído en mitad de la acera.
Yo sé cómo es terrible pararse frente al mar,
y así: casi desnuda, sin nada que rezar,
sentir que el viento es suave y que quizás soy buena
(porque me sabe a lágrima cada tristeza ajena).
Y sé también... ah, sé: que estoy en el paisaje
permanecida e inerte aunque parezca en viaje;
y que estorban el pan, la cifra y el fusil,
y el reloj y la atmósfera y el Código Civil.
Mas todo sigue igual de paso por el sol:
la rueda, el bisturí, la escoba, el caracol,
el vecino de enfrente que vive con corbata,
la crónica social, el hombre que se mata,
y el cuartel y la cama y el farol de la esquina
y el humo vertical, y el perro que se orina.
A mí me ha dado tedio ver tantas primaveras.
Encuentro insoportables las niñas pordioseras,
el pésame, el pregón, la circular que cita,
la gente que me llama doctora o señorita;
y la lluvia incesante y el alquiler mensual
y la media corrida y el hueco del dedal.
Pero debo decirle a Dios, con la sonrisa
de una muchacha rubia sin ayer y sin prisa:
déjame aquí otro rato, perdida entre las cosas,
para tener un novio... y cuidar unas rosas.