Jorge Luis Borges

La guerra, ensayo de imparcialidad

Es de fácil comprobación que un efecto inmediato (y aun instantáneo) de esta anhelada guerra, ha sido la extinción o la abolición de todos los procesos intelectuales. No hablo de Europa, donde venturosamente perdura George Bernard Shaw; pienso en los estrategas y apologistas que el infatigable azar me depara, por calles y por casas de Buenos Aires. Las interjecciones han usurpado la función de los razonamientos; es verdad que los atolondrados que las emiten, distraídamente les dan un aire discursivo y que ese tenue simulacro sintáctico satisface y persuade a quienes los oyen. El que ha jurado que la guerra es una especie de yijad liberal contra las dictaduras, acto continuo anhela que Mussolini milite contra Hitler: operación que aniquilaría su tesis. El que juraba hace cuarenta días que Varsovia era inexpugnable, ahora se admira (con sinceridad) de que haya resistido algún tiempo. El que denuncia las piraterías inglesas es el que aprueba con fervor que Adolf Hitler obre a lo Zarathustra, más allá del bien y del mal. El que proclama que el nazismo es un régimen que nos libra de charlatanes parlamentarios y que entrega el gobierno de las naciones a un grupo de strong silent men, escucha embelesado las efusiones del incesante Hitler o—placer aún más secreto—de Goering. El que pondera la presente inacción de las armas francesas aplaudirá esta noche los síntomas iniciales de una ofensiva. El que reprueba la codicia de Hitler saluda con veneración la de Stalin. El rencoroso augur de la desintegración inmediata del injusto Imperio Británico, demuestra que Alemania tiene derecho a la posesión de colonias. (Anotemos, de paso, que esa yuxtaposición de las voces colonias y derecho es lo que alguna ciencia muerta—la lógica—denominaba una contradictio in adjecto.) El que rechaza con supersticioso pavor la mera insinuación de que el Reich puede ser derrotado, finge que el menor éxito de sus armas es un incomprensible milagro. No prosigo; no quiero que esta página sea infinita.

Debo cuidarme, pues, de no agregar una interjección a las ya innumerables que nos abruman. (No acabo de entender, por ejemplo, que alguien prefiera la victoria de Alemania a la de Inglaterra y me sería muy fácil imponer figura de silogismo a esa convicción, pero me consta que no debo alegar una raison de coeur.)

Quienes abominan de Hitler, suelen abominar también de Alemania. Yo he admirado siempre a Alemania. Mi sangre y el amor de las letras me acercan indisolublemente a Inglaterra; los años y los libros a Francia; a Alemania, una pura inclinación. (Esa inclinación me movió, hacia 1917, a emprender el estudio del alemán, sin otros instrumentos que el Lyrisches Intermezzo de Heine y un lacónico glosario alemán-inglés, a veces fidedigno). No soy, por cierto, de esos germanistas falaces que recomiendan a Alemania lo eterno para negarle toda participación en lo temporal. No estoy seguro de que el hecho de haber producido a Leibniz y a Schopenhauer la incapacite para todo ejercicio político. Nadie pretende que Inglaterra debe elegir entre su Imperio y Shakespeare; nadie que Descartes y Conde son incompatibles en Francia; yo ingenuamente creo que una Alemania poderosa no hubiera entristecido a Novalis ni hubiera sido repudiada por Hoelderlin. Yo abomino, precisamente, de Hitler porque no comparte mi fe en el pueblo alemán; porque juzga que para desquitarse de 1918, no hay otra pedagogía que la barbarie, ni mejor estímulo que los campos de concentración. Bernard Shaw, en ese punto, coincide con el melancólico Fuehrer y piensa que sólo un incesante régimen de marchas, contramarchas y saludos a la bandera puede convertir a los plácidos alemanes en guerreros pasables...

Si yo tuviera el trágico honor de ser alemán, no me resignaría a sacrificar a la mera eficacia militar la inteligencia y la probidad de mi patria; si el de ser inglés o francés, agradecería la coincidencia perfecta de la causa particular de mi patria con la causa total de la humanidad.

Es posible que una derrota alemana sea la ruina de Alemania; es indiscutible que su victoria sería la ruina y el envilecimiento del orbe. No me refiero al imaginario peligro de una aventura colonial sudamericana; pienso en los imitadores autóctonos, en los Uebermenschen caseros, que el inexorable azar nos depararía.

Espero que los años nos traerán la venturosa aniquilación de Adolf Hitler, hijo atroz de Versalles.

Sur, Buenos Aires, Año IX, N 61, octubre de 1939.

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