Existe un vago recuerdo del ave con un canto armónico,
nacido junto al rosal y de hermosas plumas,
pero como todo lo que vive, tuvo que morir,
con la espada de fuego de un ángel querubín.
El ave ardió,
las llamas quemaron su piel y huesos,
desde las cenizas de una propia destrucción donde,
uno se detiene a preguntarse cuánta vida pudo haber antes de esto,
antes de estas partículas tan pequeñas,
que para mantenerse en un sitio dependen del viento.
Pudieron arder en llamas sus plumas y su esqueleto,
pero no se contaba con el espíritu inmortal del ave,
ni el fin de la vida era temor para el ave,
pues volvió a nacer, con alas color escarlata, cuerpo dorado y un plumaje inigualable.
Cantaba para los dioses cada mañana
el fuego del sol lo representaba,
tenía la misión muy en mente,
sólo deseaba transmitir la sabiduría que tenía y que sólo se adquiere al volver de la muerte,
la que lo trajo de vuelta al estar prendido en llamas,
justo cuando parecía quedar de él una nada.
Lo vi constuir su nido al lado de una pira funeraria,
y pensé que estaba loco,
pero lo llenaba de plantas e inciensos,
cantaba, se prendía a sí mismo en fuego hasta extinguirse
y después, partiendo del clamor ardiente de su alma, regresaba con más vida todavía.