Alfonso Reyes

El valor moral

Hay un sentimiento que acompaña la existencia humana y del cual ningún espíritu claro puede desprenderse. Hay cosas que dependen de nosotros y hay cosas que no dependen de nosotros. No se trata ya de los actos propios y ajenos, de lo que yo puedo hacer y de lo que tú puedes hacer. Se trata de lo que escapa al poder de los hombres todos, de cualquier hombre. Ello puede ser de orden material, como un rayo o un terremoto; o de orden sentimental, como la amargura o el sufrimiento, inevitables en toda existencia humana, por mucho que acumulemos elementos de felicidad; o de orden intelectual, como la verdad, que no es posible deshacer con mentiras, y que a veces hasta puede contrariar nuestros intereses o nuestros deseos. El respeto a la verdad es, al mismo tiempo, la más alta cualidad moral y la más alta cualidad intelectual.

En esta dependencia de algo ajeno y superior a nosotros, el creyente funda su religión; el filósofo, según la doctrina que profese, ve la mano del destino o la ley del universo; sólo el escéptico ve en ello la obra del azar. En la conversación diaria, solemos llamar a esto, simplemente, el arrastre de las circunstancias.

Sin una dosis de respeto para lo que escapa a la voluntad humana, nuestra vida sería imposible. Nos destruiríamos en rebeldías estériles en cóleras sin objeto.

Tal resignación es una parte de la virtud. El compenetrarse de tal respeto es conquistar el valor moral y la serenidad entre las desgracias y los contratiempos. Los antiguos elogiaban al “varón fuerte”, capaz –como decía el poeta Horacio– de pisar impávido sobre las ruinas del mundo. El poeta mexicano Amado Nervo, resumiendo en una línea la filosofía de los estoicos, ha escrito: Mi voluntad es una con la divina ley.

El poeta británico Rudyard Kipling nos presenta así el retrato del hombre de temple, que sabe aceptar las desgracias sin por eso considerarse perdido:

Si...
Si no pierdes la calma cuando ya en derredor
la están perdiendo todos y contigo se escudan;
si tienes fe en ti mismo cuando los otros dudan,
sin negarles derecho a seguir en su error;
si no te harta la espera y sabes esperar;
si, calumniado, nunca incurres en mentira;
si aguantas que te odien sin cegarte la ira
ni dadas de muy sabio o de muy singular;
si sueñas, mas tus sueños no te ofuscan del todo;
si tu razón no duerme ni en razonar se agota;
si sabes afrontar el triunfo y la derrota,
y a entrambos impostores tratarlos de igual modo;
si arrastras que adulteren tu credo los malvados
para mal de la gente necia y desprevenida;
o, arruinada la obra a que diste la vida,
constante la levantas con útiles mellados;
si no te atemoriza, cuando es menester,
a cara o cruz jugarte y perder tus riquezas,
y con resignación segunda vez empiezas
a rehacerlas todas sin hablar del ayer;
si dominas tu ánimo, tu temple y corazón
para que aún te sirvan en plena adversidad,
y sigues adelante, porque tu voluntad
grita: “¡Adelante!”, en medio de tu desolación;
si no logra embriagarte la turba tornadiza,
y aunque trates con príncipes, guardas tu sencillez;
si amigos ni enemigos nublan tu lucidez;
si, aunque a todos ayudes, ninguno te esclaviza;
si en el fugaz minuto no dejas un vacío
y marcas los sesenta segundos con tu huella,
la tierra es toda tuya y cuanto hay en ella,
y serás –más que eso– ¡todo un hombre, hijo mío!.*

* Traducción de Eduardo Iturbide, retocada por Alfonso Reyes

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