En un carro de olvido,
antes del aclarar,
de una estación del tiempo,
decidido a rodar,
Run—Run se fue pa’l norte,
no sé cuándo vendrá;
vendrá para el cumpleaños
de nuestra soledad.
A los tres días, carta
con letras de coral:
me dice que su viaje
se alarga más y más.
Se va de Antofagasta
sin dar una señal
y cuenta una aventura
que paso a deletrear.
¡Ay ay ay de mí!
Al medio de un gentío
que tuvo que afrontar
un trasbordo por culpa
del último huracán,
en un puente quebrado,
cerca de Vallenar,
con una cruz al hombro
Run—Run debió cruzar.
Run—Run siguió su viaje
y llegó al Tamarugal.
Sentado en una piedra
se puso a divagar,
que sí, que esto, que lo otro,
que nunca, que además,
que la vida es mentira,
que la muerte es verdad.
¡Ay ay ay de mí!
La cosa es que una alforja
se puso a trajinar,
sacó papel y tinta,
un recuerdo quizás,
sin pena ni alegría,
sin gloria ni piedad,
sin rabia ni amargura,
sin hiel ni libertad…
Vacía como el hueco
del mundo terrenal
Run—Run mandó su carta
por mandarla nomás.
Run—Run se fue pa’l norte,
yo me quedé en el sur:
al medio hay un abismo
sin música ni luz.
¡Ay ay ay de mí!
El calendario afloja,
por las ruedas del tren,
los números del año
sobre el filo del riel.
Más vueltas dan los fierros,
más nubes en el mes,
más largos son los rieles,
más agrio es el después.
Run—Run se fue pa’l norte,
qué le vamos a hacer.
Así es la vida entonces:
espinas de Israel,
amor crucificado,
corona del desdén,
los clavos del martirio,
el vinagre y la hiel.
¡Ay ay ay de mí!