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Emiliano A. Castillo

Escombros en el pecho

 
 
 
Las luces del semáforo arden verdes,
como si el mundo quisiera decirme corre.
Pero mis piernas pesan,
cemento y sudor,
calles que nunca terminan de abrirse.
 
El humo de los autos me entra por las venas,
tizna mis pulmones como poemas quemados.
¿Y qué importa?
La ciudad siempre tiene hambre
y uno es carne,
nada más.
 
Me desangro lento en cada bocanada,
sabor a hierro,
a rencor sin nombre,
mientras la gente camina
con los ojos huecos,
con la risa apagada.
 
Hay edificios que miran hacia abajo,
con desprecio,
como si supieran algo que yo no.
O quizás sí:
que aquí abajo,
los sueños son palomas sin alas
y las monedas pesan más que la voz.
 
Camino por el borde,
un pie en la grieta,
otro en el abismo.
Me gusta el vértigo.
Porque en el fondo del precipicio
puede que haya otra ciudad,
menos rota,
o al menos
menos real.
 
Y si me caigo,
me abrazaré al polvo,
a los semáforos rotos,
al eco de las sirenas que nunca callan.
Porque en este lugar,
las palabras son ladrillos
y yo no sé construir casas,
pero sí tirarlas abajo.

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