Sophiano Von Steingol

La Espera

Había pasado cuarenta minutos y Ernestina aun no llegaba. La ventana aún era el punto de encuentro. Los vidrios empapados por la lluvia, más el silencio sepulcral en casa, hacía que escuche nítidamente el caer del aguacero. Apenas divisaba el montículo de maleza que había dejado el jardinero de al lado. Dibujaba en los vidrios, tulipanes en un circulo de Venn, recordando esquemas de teoría de conjunto. El crepitar de la leña, la chimenea, era lo único que me mantenía tranquilo en este frío invierno. Muy aparte de los días de sofá. Eran esos domingos donde solía matear y leer un libro de Borges.

Mi respiración se esparcía como un fantasma al jadear en el cristal. Luego, se encogía como un caracol.

Eran las siete menos diez, Ernestina aun no llegaba. Llevaba cincuenta minutos de retraso. Nunca me gusto la impuntualidad, lo veía como una falta de respeto. Pero se trataba de ella. Ernestina vivía algo alejado de casa, siempre la llevaba un taxista conocido de la familia.

De pronto, uno faros de coche alumbraron la ventana, cegándome y esparciendo luz por toda la casa.  Una tranquilidad hizo que no me importara el momento, pensando que era Ernestina cargando un pedazo de pastel, un libro, un recorte de revista o algún vinilo. Al darme cuenta que era un taxista que se había equivocado de dirección. Me sentí decepcionado. Miré el reloj y eran las siete de la noche. Llego de pronto un pequeño dolor de sien que acompañado de un suspiro, me hacía pensar que ha Ernestina le había sucedido algo. Algo parecido a una intuición. Así que cogí el teléfono y llame a su casa.

El teléfono sonaba y sonaba, nadie contestaba. Ni siquiera doña Eleonor, su madre, una gitana bohemia que solía leer las cartas. No insistiendo con el discado, volví a la ventana a esperar.

La lluvia había parado, los cristales estaban libres y el circulo de Venn con los tulipanes habían desaparecido. El estallido de sien, se cansó de fastidiarme y la espera aun andaba vigente. Atento a cada fulgor cerca a casa.

Habían pasado varias horas, eran las once de la noche. Aun seguía en la ventana, cobijado, con una pierna a medio adormecer. Opté por encender un cigarrillo y crear una nube de humo a mi lado. Cargaba varios años el hábito de fumar, me relajaba. Y pensar que Jacobo I de Inglaterra condenó a varias personas por el uso de tabaco ¡Que barbaridad!

El teléfono sonó, fui rápidamente a contestar, que casi tropiezo con un viejo jarrón.

–¡Hola! Dije impaciente.  Se lograba escuchar solo un respiro. – ¡Hola! Volví a repetir. Se escuchaba un jadear, una voz atorada, queriendo decir algo. -¡Ernestina¡¡Ernestina¡repetí dos veces su nombre.
—Te quiero... me respondieron después de dos minutos, con una voz quebrada y triste, que apenas se podía escuchar.

Quedé en silencio prolongado, junto con el vacío de una llamada cortada.

No sabía que había pasado. El corazón se me aceleró, sintiendo una leve tristeza. Regresé a la ventana, cogí otro cigarrillo y me cobijé a esperar.

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