Hojas de palma, corteza de abedul, papel que las manos piadosas han prensado y conserva, en nervaduras rugosas, más obscuras, la materia de los paños originales, la trama que lo creó: si los libros son sagrados, su factura es una invocación, una plegaria.
El tiempo seca las hojas de palma; el monje que las va a cifrar espera de su color, de su textura, el aviso de que debe cortarlas. Lo hace en bandas rectangulares, pequeñas, sin bordes agresivos, como si invitaran a la mano a que las posea sin residuos, a que se adueñe de ellas. Luego se ahuecan, se ensartan; los cordones de colores vivos retienen las hojas entre dos placas de madera. Arreglar un libro es apretar las hojas; para leerlo, lo primero es desatarlo, como si todo posible mensaje fuera un nudo y toda lectura un desenlace.
Una pluma de bambú tallada en bisel ha trazado el texto en columnas paralelas, que interrumpen las minuciosas imágenes no de los dioses—porque el budismo no los tiene ni concibe otra divinidad que la que yace en el fondo de nosotros mismos—sino de los enrevesados mediadores entre el sujeto y ese conocimiento de su propia identidad.
El libro no se hojea paralelamente al cuerpo del lector y de derecha a izquierda, como en Occidente, sino que, con ambas manos se tornan las endebles láminas hacia el cuerpo, hacia el pecho, como si la escritura se entregara hacia una de esas flores simbólicas que marcan la línea media del hombre—los seis chakras—: la que coincide con el corazón.
Para salvarlos del vandalismo de los insectos o de la voracidad de los hombres, los libros sagrados se envuelven en sedas concéntricas, o en espesos brocados con los emblemas azules y dorados del budismo—cetros, diamantes, la rueda de la ley, caracoles y esvásticas—. Las bibliotecas, temprano en la mañana, cuando el sol despunta detrás de las montañas del Himalaya, eternamente nevadas, relumbran de todos los colores; sedas, sellos, símbolos y cordones son como rápidas pinceladas de cinabrio y de oro, de un lado y otro de los altares, donde la imagen apenas sonriente de Sakiamuni, el Buda histórico, entroniza y presenta a los peregrinos la imagen de Maitreya, el Buda de los tiempos que vienen, el que tenemos que aprender a reconocer.
En Occidente escribe todo el que tiene—o cree tener—algo que comunicar y que de cierto modo esgrime esa experiencia y la considera como un modelo; en el Tíbet, junto al techo azul y nevado del mundo, el sujeto que escribe, escrutador de la tinta y del vacío, sólo pretende borrarse, desaparecer en la noche de las enormes letras, llegar a través de la paciente escritura a esa disolución del yo que es uno de los posibles rostros del budismo. No aportar nada que perturbe ni modifique la inscripción en las hojas y luego la recitación de los mantras, esas breves plegarias o fórmulas propiciatorias que los monjes repiten desde antes del alba hasta el crepúsculo, con sus voces monocordes y graves, y que sólo interrumpen, las inmensas trompetas desplegables, el eco de sus notas reflejado por las aristas blancas de las montañas y el estampido final de un gong.
De todos los mantras, uno vuelve invariablemente en cada libro, a veces en cada página; también se repite, escrito en rojo vivo, sobre las grandes piedras de los caminos, a la salida de las aldeas, en los techos ocres y polvorientos, y sobre todo en los molinos de plegaria, que giran impulsados por el viento o por las manos de los creyentes y a cada vuelta exhiben la oración.
Este mantra omnipresente es OM MANI PADME UM cuya traducción más literal sería: «Que a la flor de loto el diamante advenga», y que en realidad invita o convoca a Buda para que ilumine con su presencia la comunidad de los monjes que revisten el manto púrpura.
La aurora se recibe en los monasterios frente a los libros ya desplegados, que esperan a los monjes en mesas muy bajas; alguien enciende las ofrendas—minuciosas esculturas de mantequilla; alguien comienza la distribución de té con tsampa, esa harina que constituye prácticamente la única alimentación de los que han escogido, para liberarse de todo lo ilusorio—de las penas y las alegrías, del sacrificio como del goce—el sendero de la meditación.
Pero los libros no sólo consignan estas sílabas auspiciatorias que son los mantras; también comentan, y hasta ilustran, las llamadas vidas anteriores del Buda, sus distintas encarnaciones, antes de que adoptara la imagen que conocemos y viviera su aventura ejemplar: un príncipe que lo abandona todo, desde la sutileza de los perfumes hasta la mansedumbre del amor, y, a la vista de la pobreza, la vejez y la muerte, decide adoptar otro camino, el que conduce hacia sí mismo, el que deshace la ilusión del yo.
En los libros, en la cuidadosa elaboración de los libros sagrados, en el Tíbet, o en esos minúsculos reinos del norte de la India que hoy sirven de refugio a los monjes exiliados, se siguen repitiendo las palabras sagradas, como si la religión no fuera más que una ofrenda cotidiana y entre lo sagrado y lo profano no hubiera más límite que la donación de sí.
c. 1989