Severo Sarduy

Encuentro con las divinidades coléricas detentoras del saber

Recuerdo. Me encontraba en Calcuta. El calor era inhumano, algo viscoso y somnoliente que se pegaba a la ropa, a la piel, que lo inundaba todo con un vaho mórbido, letal como el aliento de un perro enfermo. Era tarde en la noche. No: temprano en la mañana. Deambulábamos por las calles atestadas que no van a ningún lugar, entre la muchedumbre, en ese letargo ensordecedor que no tiene comienzo ni fin.

Cuando escuchamos los rezos, las plegarias gritadas, el alboroto. Unos pasos más, detrás de un baniano de raíces colosales, cuya sombra protegía a varias casas y a varios eremitas en sus ramas, y nos encontramos atrapados en la multitud compacta de los orantes, en un patio encharcado donde se agitaban como en trance, ofreciendo cinabrio y monedas mohosas, degollando corderos cuyos coágulos ya habían manchado las piedras del suelo y cuya sangre fresca salpicaba, como una lluvia sagrada, el rostro sediento de los fieles.

Era el tempo de Kali, la patrona de la ciudad, la sedienta ornada por su collar de cráneos, succionadora de cerebros. Y no era para convocarla, sino para apaciguarla en su creciente cólera para lo que los devotos suplicaban, imploraban a gritos, o exigían.

En Benarés oficiaba Durga, al borde del río, contemplando con serenidad la ceniza de los incinerados, escuchando el tintineo anaranjado de los cimbalillos de cobre. Pero aplastando con su pie vengativo, inapelable, a un demacrado enano, que parecía debatirse para escapar.

Parvati es la otra aparición de esa misma energía, el otro rostro de la Diosa: esta vez apacible, sosegado. Sentada junto a su montura, el toro Nandi, es como si reposara en la raíz y el sustento de todo el mundo, en la fuerza misma de la creación y de las cosas. Sobre una piel de tigre, bajo un árbol frondoso, cubierta de collares, de ajorcas, de ligeros tejidos rojos, ofrece en un vergel al esposo majares y flores. No estamos lejos, por supuesto, del monte Kailasha. En las rodillas de Shiva, juguetea el travieso Ganesha, el dios con cabeza de elefante, mientras que Karttikeya, con sus seis cabezas, mira hacia todos lados. Ganesha vigila a su montura: un ratón. El esposo agita un instrumento, como un minúsculo tamborín. Todo es armonía; una calma bucólica, rural, rodea esa serena aparición de la Diosa.

Entre esas dos epifanías, que la iconografía del Oriente ha codificado al extremo—pero, por supuesto, pude invocar también y con la misma pertinencia la de México—, oscila, ha oscilado siempre nuestra imagen de la Diosa.

Las actuales representaciones, cualquiera que sea la escena que las albergue—y sobre todo si la escena aparente y real por excelencia: la de la tela pintada—, no desmentirán esta dicotomía, esta substancial ambigüedad. La Diosa asume un rasgo virginal, intacto, apenas encarnado, y desaparece, como en las representaciones de Tara, en su blancura nívea, al centro del mandala; o como Parvati, la dulce acompañante... O al contrario: su presencia, que recuerda a la de las divinidades coléricas y detentoras del saber, esas que distraen de la percepción del vacío esencial al difunto, en el Bardo Thödol, es abusiva, obsesionante: vampírica, como la temerosa Kali-Durga.

Esta oposición radical, entre los dos «avatares» de la Diosa, ¿no se deberá al hecho de que el Maestro de la representación, el creador de las imágenes, ha sido siempre, tanto en Oriente como en Occidente, el hombre? De su mano han emanado los motivos del tapiz, el calco de los frescos, el esquema de las figuras, el Dibujo de ese otro inaccesible y próximo.

Y ¿qué neurosis constitucional, inevitable, hará que las figuraciones de este Maestro siempre vayan a los extremos, a las antípodas, como si sólo en ellos pudiera reconocer su destreza, su capacidad de imaginar esa inmediata alteridad?

Y ¿no será que él no existe, que todo es una emanación, o una ilusión de la Diosa, maya que de ella emerge y a ella vuelve y que por ende no puede percibirla en su realidad?

Y ¿no será su propio deseo, el de la Diosa, el que conduce a quien cree representarla, poseerla, englobarla en la tupida red de los signos, hacia esas dos versiones, para escapar así al hecho impensable, que sería el mostrar su rostro real?

Cada nuevo surgimiento de la Diosa no hace más que ahondar en el enigma: desde los antiguos tankas tibetanos que centra Tara, complemento femenino del bodisatva, diosa de alabastro, hasta los desnudos hipertróficos, ciclópeos y grises de Picasso; desde las opulentas vírgenes que aparecen ante los indios y los esclavos en las tabletas coloniales sudamericanas hasta el «desnudo en la bañera», homenaje a Bonnard, de Botero.

Cada respuesta figurada del Maestro traza de nuevo la interrogación.

Recuerdo...

1987

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