San Juan de la Cruz

Cántico

¿Adónde te escondiste,
Amado, y me dejaste con gemido?
Como el ciervo huiste
habiéndome herido;
salí tras ti clamando y eras ido.
 
Pastores, los que fueres
allá por las majadas al otero,
si por ventura vieres
aquel que yo más quiero,
decidle que adolezco, peno y muero.
 
Buscando mis amores
iré por esos montes y riberas;
no cogeré las flores,
ni temeré a las fieras,
y pasaré los fuertes y fronteras.
 
¡Oh bosques y espesuras
plantadas por la mano del Amado!,
¡oh prado de verduras
de flores esmaltado!,
decid si por vosotros ha pasado.
 
Mil gracias derramando
pasó por estos sotos con presura;
y, yéndolos mirando,
con sola su figura
vestidos los dejó de su hermosura.
 
¡Ay!, ¿quién podrá sanarme?
Acaba de entregarte ya de veras;
no quieras enviarme
de hoy más mensajero
que no saben decirme lo que quiero.
 
Y todos cuantos vagan
de ti me van mil gracias refiriendo,
y todos más me llagan,
y déjanme muriendo
un no sé qué que quedan balbuciendo.
 
Mas, ¿cómo perseveras,
¡oh vida!, no viendo donde vives,
y haciendo por que mueras
las flechas que recibes
de lo que del Amado en ti concibes?
 
¿Por qué, pues has llagado
aqueste corazón, no le sanaste?
Y, pues me le has robado,
¿por qué así le dejaste,
y no tomas el robo que robaste?
 
Apaga mis enojos,
pues que ninguno basta a deshacedlos,
y véante mis ojos,
pues eres lumbre de ellos,
y sólo para ti quiero tenerlos.
 
Descubre tu presencia,
y máteme tu vista y hermosura;
mira que la dolencia
de amor, que no se cura
sino con la presencia y la figura.
 
¡Oh cristalina fuente,
si en esos tus semblantes plateados
formases de repente
los ojos deseados
que tengo en mis entrañas dibujados!
 
¡Apártalos, Amado,
que voy de vuelo!
Vuélvete, paloma,
que el ciervo vulnerado
por el otero asoma
al aire de tu vuelo, y fresco toma.
 
Mi Amado las montañas,
los valles solitarios nemorosos,
las ínsulas extrañas,
los ríos sonorosos,
el silbo de los aires amorosos,
 
la noche sosegada
en par de los levantes de la aurora,
la música callada,
la soledad sonora,
la cena que recrea y enamora.
 
Cogednos las raposas,
que está ya florecida nuestra viña,
en tanto que de rosas
hacemos una piña,
y no aparezca nadie en la campiña.
 
Detente, cierzo muerto;
ven, astro, que recuerdas los amores,
aspira por mi huerto,
y corran tus olores,
y pacerá el Amado entre las flores.
 
¡Oh ninfas de Judea!,
en tanto que en las flores y rosales
el ámbar perfumea,
poblad los arrabales,
y no queráis tocar nuestros umbrales.
 
Escóndete, Carillo,
y mira con tu faz a las montañas,
y no quieras decidlo;
mas mira las compañas
de la que va por ínsulas extrañas.
 
A las aves ligeras,
leones, ciervos, gamos saltadores,
montes, valles, riberas,
aguas, aires, ardores,
y miedos de las noches veladores:
 
Por las amenas liras
y canto de sirenas os conjuro
que cesen vuestras iras
y no toquéis al muro,
porque la esposa duerma más seguro.
 
Entrado se ha la esposa
en el ameno huerto deseado,
y a su sabor reposa,
el cuello reclinado
sobre los dulces brazos del Amado.
 
Debajo del manzano,
allí conmigo fuiste desposada;
allí te di la mano,
y fuiste reparada
donde tu madre fuera violada.
 
Nuestro lecho florido,
de cueva de leones enlazado,
en púrpura teñido,
de paz edificado,
de mil escudos de oro coronado.
 
A zaga de tu huella
las jóvenes recorren el camino,
al toque de centella,
al adobado vino,
emisiones de bálsamo divino.
 
En la interior bodega
de mi Amado bebí, y, cuando salía
por toda aquesta vega,
ya cosa no sabía,
y el ganado perdí que antes seguía.
 
Allí me dio su pecho,
allí me enseñó ciencia muy sabrosa,
y yo le di de hecho
a mí, sin dejar cosa;
allí le prometí de ser su esposa.
 
Mi alma se ha empleado,
y todo mi caudal, en su servicio;
ya no guardo ganado,
ni ya tengo otro oficio,
que ya sólo en amar es mi ejercicio.
 
Pues ya si en el ejido
de hoy más no fuere vista ni hallada,
diréis que me he perdido,
que, andando enamorada,
me hice perdediza y fui ganada.
 
De flores y esmeraldas,
en las frescas mañanas escogidas,
haremos las guirnaldas,
en tu amor florecidas
y en un cabello mío entretejidas.
 
En sólo aquel cabello
que en mi cuello volar consideraste,
mirástele en mi cuello
y en él preso quedaste,
y en uno de mis ojos te llagaste.
 
Cuando tú me mirabas,
su gracia en mí tus ojos imprimían;
por eso me adamabas,
y en eso merecían
los míos adorar lo que veían.
 
No quieras despreciarme,
que si color moreno en mí hallaste,
ya bien puedes mirarme,
después que me miraste,
que gracia y hermosura en mí dejaste.
 
La blanca palomica
al arca con el ramo se ha tornado,
y ya la tortolica
al socio deseado
en las verdes riberas ha hallado.
 
En soledad vivía,
y en soledad ha puesto ya su nido,
y en soledad la guía
a solas su querido,
también en soledad de amor herido.
 
Gocémonos, Amado,
y vámonos a ver en tu hermosura
al monte y al collado,
do mana el agua pura;
entremos más adentro en la espesura.
 
Y luego a las subidas
cavernas de la piedra nos iremos
que están bien escondidas,
y allí nos entraremos,
y el mosto de granadas gustaremos.
 
Allí me mostrarías
aquello que mi alma pretendía,
y luego me darías
allí tú, vida mía,
aquello que me diste el otro día.
 
El aspirar el aire,
el canto de la dulce filomena,
el soto y su donaire
en la noche serena,
con llama que consume y no da pena.
 
Que nadie lo miraba,
Aminadab tampoco aparecía
y el cerco sosegaba,
y la caballería
a vista de las aguas descendía.
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