El mundo gime estéril como un hongo.
Es la hoja caduca y sin viento en otoño,
la uva pisoteada en el lagar del tiempo
pródiga en zumos agrios y letales.
Es esta rueda isócrona fija entre cuatro cirios,
esta nube exprimida y paralítica
y esta sangre blancuzca en un tubo de ensayo.
La soledad trazó su paisaje de escombros.
La desnudez hostil es su cifra ante el hombre.
Sin embargo, recuerdo...
En un día de amor yo bajé hasta la tierra:
vibraba como un pájaro crucificado en vuelo
y olía a hierba húmeda, a cabellera suelta,
a cuerpo traspasado de sol al mediodía.
Era como un durazno o como una mejilla
y encerraba la dicha
como los labios encierran cada beso.
Ese día de amor yo fui como la tierra:
sus jugos me sitiaban tumultuosos y dulces
y la raíz bebía con mis poros el aire
y un rumor galopaba desde siempre
para encontrar los cauces de mi oreja.
Al través de mi piel corrían las edades:
se hacía la luz, se desgarraba el cielo
y se extasiaba –eterno– frente al mar.
El mundo era la forma perpetua del asombro
renovada en el ir y venir de la ola,
consubstancial al giro de la espuma
y el silencio, una simple condición de las cosas.
Pero alguien (ya no acierto
con la estructura inmensa de su nombre)
dijo entonces: «No es bueno
que la belleza esté desamparada»
y electrizó una célula.
En el principio –dice
esta capa geológica que toco–
era sólo la danza:
cintura de la gracia que congrega
juventudes y música en su torno.
En el principio era el movimiento.
Cada especie quería constatarse, saberse
y ensayaba las notas de su esencia:
la jirafa alargaba la garganta
para abrevar en nubes de limón.
Punzaba el aire en las avispas múltiples
y vertía chorritos de miel en cada herida
para que el equilibrio permaneciera invicto.
El ciervo competía con la brisa
y el hombre daba vueltas alrededor de un árbol
trenzado de manzanas y serpientes.
Nadie lo confesaba, pero todos
estaban orgullosos de ser como juguetes
en las manos de un niño.
Redondeaban su sombra los planetas
y rebotaban locos de alegría
en las altas paredes del espacio
teñidas de antemano en un risueño azul.
No me explico por qué
fue indispensable que alguien inventara el reloj
y desde entonces todo se atrasa o se adelanta,
la vida se fracciona en horas y en minutos
o se quiebra o se para.
La manzana cayó; pero no sobre un Newton
de fácil digestión,
sino sobre el atónito apetito de Adán.
(Se atragantó con ella como era natural.)
¡Qué implacable fue Dios —ojo que atisba
a través de una hoja de parra ineficaz!
¡Cómo bajó el arcángel relumbrando
con una decidida espada de latón!
Tal vez no debería yo hablar de la serpiente
pero desde esa vez es un escalofrío
en la columna vertebral del universo.
Tal vez yo no debiera descubrirlo
pero fue el primer círculo vicioso
mordiéndose la cola.
Porque esto, en realidad, sólo tendría importancia
si ella lo supiera.
Pero lo ignora todo reptando por el suelo,
dormitando en la siesta.
Ah, si se levantara
sin el auxilio de fakires indios
a contemplar su obra.
Aquí estaríamos todos:
la horda devastando la pradera,
dejando siempre a un lado el horizonte,
tratando de tachar la mañana remota,
de arrasar con la sal de nuestras lágrimas
el campo en que se alzaba el Paraíso.
Gritamos ¡adelante! por no mirar atrás.
El camino se queda señalado
—estatua tras estatua—por la mujer de Lot.
Queremos olvidar la leche que sorbimos
en las ubres de Dios.
Dios nos amamantaba en figura de loba
como a Rómulo y Remo, abandonados.
Abandonados siempre.
¿De qué? ¿De quién? ¿De dónde?
No importa. Nada más abandonados.
Cantamos porque sí, porque tenemos miedo,
un miedo atroz, bestial, insobornable
y nos emborrachamos de palabras
o de risa o de angustia.
¡Qué cuidadosamente nos mentimos!
¡Qué cotidianamente planchamos nuestras máscaras
para hormiguear un rato bajo el sol!
No, yo no quiero hablar de nuestras noches
cuando nos retorcemos como papel al fuego.
Los espejos se inundan y rebasan de espanto
mirando estupefactos nuestros rostros.
Entonces queda limpio el esqueleto.
Nuestro cráneo reluce igual que una moneda
y nuestros ojos se hunden interminablemente.
Una caricia galvaniza los cadáveres:
sube y baja los dedos de sonido metálico
contando y recontando las costillas.
Encuentra siempre con que falta una
y vuelve a comenzar y a comenzar.
Engaño en este ciego desnudarse,
terror del ataúd escondido en el lecho,
del sudario extendido
y la marmórea lápida cayendo sobre el pecho.
¡No poder escapar del sueño que hace muecas
obscenas columpiándose en las lámparas!
Es así como nacen nuestros hijos.
Parimos con dolor y con vergüenza,
cortamos el cordón umbilical aprisa
como quien se desprende de un fardo o de un castigo.
Es así como amamos y gozamos
y aún de este festín de gusanos hacemos
novelas pornográficas
o películas sólo para adultos.
Y nos regocijamos de estar en el secreto,
de guiñarnos los ojos a espaldas de la muerte.
La serpiente debía tener manos
para frotarlas, una contra otra,
como un burgués rechoncho y satisfecho.
Tal vez para lavárselas lo mismo que Pilatos
o bien para aplaudir o simplemente
para tener bastón y puro
y sombrero de paja como un dandy.
La serpiente debía tener manos
para decirle: estamos en tus manos.
Porque si un día cansados de este morir a plazos
queremos suicidarnos abriéndonos las venas
como cualquier romano,
nos sorprende saber que no tenemos sangre
ni tinta enrojecida:
que nos circula un aire tan gratis como el agua.
Nos sorprende palpar un corazón en huelga
y unos sesos sin tapa saltarina
y un estómago inmune a los venenos.
El suicidio también pasó de moda
y no conviene dar un paso en falso
cuando mejor podemos deslizarnos.
¡Qué gracia de patines sobre el hielo!
¡Qué tobogán más fino! ¡Qué pista lubricada!
¡Qué maquinaria exacta y aceitada!
Así nos deslizamos pulcramente
en los tés de las cinco –no en punto– de la tarde,
en el cocktail o el pic—nic o en cualquiera
costumbre traducida del inglés.
Padecemos alergia por las rosas,
por los claros de luna, por los valses
y las declaraciones amorosas por carta.
A nadie se le ocurre morir tuberculoso
ni escalar los balcones ni suspirar en vano.
Ya no somos románticos.
Es la generación moderna y problemática
que toma coca—cola y que habla por teléfono
y que escribe poemas en el dorso de un cheque.
Somos la raza estrangulada por la inteligencia,
«La insuperable,
mundialmente famosa trapecista
que ejecuta sin mácula
triple salto mortal en el vacío.»
(La inteligencia es una prostituta
que se vende por un poco de brillo
y que no sabe ya ruborizarse.)
Puede ser que algún día
invitemos a un habitante de Marte
para un fin de semana en nuestra casa.
Visitaría en Europa lo típico:
alguna ruina humeante
o algún pueblo afilando las garras y los dientes.
Alguna catedral mal ventilada,
invadida de moho y oro inútil
y en el fondo un cartel: «Negocio en quiebra» .
Fotografiaría como experto turista
los vientres abultados de los niños enfermos,
las mujeres violadas en la guerra,
los viejos arrastrando en una carretilla
un ropero sin lunas y una cuna maltrecha.
Al Papa bendiciendo un cañón y un soldado,
y las familias reales sordomudas e idiotas,
al hombre que trabaja rebosante de odio
y al que vende el horno de sus abuelos
o a la heredera del millón de dólares.
Y luego le diríamos:
Esto es solo la Europa de pandereta.
Detrás está la verdadera Europa:
la rica en frigoríficos —almacenes de estatuas
donde la luz de un cuadro se congela,
donde el verbo no puede hacerse carne.
Allí la vida yace entre algodones
y mira tristemente tras el cristal opaco
que la protege de corrientes de aire.
En estas vastas galerías de muertos,
de fantasmas reumáticos y polvo,
nos hinchamos de orgullo y de soberbia.
Los rascacielos ya los ha visto de lejos:
los colmenares rubios donde los hombres nacen,
trabajan, se enriquecen y se pudren
sin preguntarse nunca para qué todo esto,
sin indagar jamás cómo se viste el lirio
y sin arrepentirse de su contento estúpido.
Abandonemos ya tanto cansancio.
Dejemos que los muertos entierren a sus muertos
y busquemos la aurora
apasionadamente atentos a su signo.
Porque hay aún un continente verde
que imanta nuestras brújulas.
Un ancho acabamiento de pirámides
en cuyas cumbres bailan doncellas vegetales
con ritmos milenarios y recientes
de quien lleva en los pies la sabia y el misterio.
Un cielo que las flechas desconocen
custodiado de mitos y piedras fulgurantes.
Hay enmarañamientos de raíces
y contorsión de troncos y confusión de ramas.
Hay elásticos pasos de jaguares
proyectados– silencio y terciopelo –
hacia el vuelo inasible de la garra.
Aquí parece que empezara el tiempo
en solo un remolino de animales y nubes,
de gigantescas hojas y relámpagos,
de bilingües entrañas desangradas.
Corren ríos de sangres sobre la tierra ávida
corren vivificando las más altas orquídeas,
las más esclarecidas amapolas.
Se evaporan rugientes en los templos
ante la impenetrable pupila de obsidiana,
brotan como una fuente repentina
al chasquido de un látigo,
crecen en el abrazo enorme y doloroso
del cántaro de barro con el licor latino.
Río de sangre eterno y derramado
que deposita limos fecundos en la tierra.
Su caudal se nos pierde a veces en el mapa
y luego lo encontramos
—ocre y azul— rigiendo nuestro pulso.
Río de sangre, cinturón de fuego.
En las tierras que tiñe, en la selva multípara,
en el litoral bravo de mestiza
mellado de ciclones y tormentas,
en este continente que agoniza
bien podemos plantar una esperanza.