Bien pueden su hojarasca y polvo y hielo
Acumular los años sobre ti.
Mi corazón sacude el turbio velo,
Y siempre te hallo, ¡oh dádiva del cielo!
Fresca y radiante en mí.
Porque a mí te envió El, y yo he guardado
Tu mejor luz en ánfora inmortal,
Porque a cosas de Dios morir no es dado
Y eres tú claro espíritu encarnado
En diáfano cristal.
No hay flor cuyo matiz no degenere
Al pasajero sol que la esmaltó.
Tan sólo propia luz firmeza espere:
La perla de la mar se opaca y muere;
Las de los cielos no.
Nuestra querida estrella leve gasa
O negro temporal veló tal vez;
Mas, ¿que a ella el furor que el golfo arrasa?
Parece cada nubarrón que pasa
Doblar su brillantez.
La copa del banquete postrimera
El gusto encantado. En tu vergel
Era sonó de juventud postrera;
El ángel me hallará, cuando yo muera,
Saboreando tu miel.
La tarde de la vida, árida y fosca,
Pide un hogar con su genial calor;
Si él falta, huraño el corazón se embosca,
Y la memoria en torno a sí se enrosca
Cual serpiente en sopor.
Así, vuelta la espalda a lo presente,
Que, sin el ser por quien vivir sentí,
Es noria vil, bullicio impertinente,
Torno a buscar mi sol, mi cara fuente,
Mi cielo, urna de ti.
Voy para atrás pisada por pisada,
Recogiendo el rumor de nuestros pies,
Repensando un silencio, una mirada,
Un toque, un gesto... tanto que fue nada
Y que un diamante hoy es.
Oculta, como en mágica alcancía,
Guardé felicidad para los dos,
Y cuanto una vez fue lo es todavía,
Que el sol del alma no es el sol de un día,
Ni es del tiempo,—es de Dios.
Cierta, como la dicha antes de su hora,
Es ésta; y tierna cual pasado bien
Que en escondida soledad se llora;
Sacra como deidad que la fe adora
Y ojos de éxtasis ven.
Hora, hora mismo, en alta noche oscura,
Mi aurora boreal, surges aquí.
Hay resplandor, hay brisa de hermosura;
Alzo a ver—y hallo tu mirada pura
Vertiendo tu alma en mí.
Y ya no media esa impaciencia ingrata,
Ese exceso de luz que impide ver
Y que al gustar el bien, nos lo arrebata.
La sal de la amargura hoy aquilata,
El néctar del placer.
¡Ah! cuando osen a ti dardos y afrentas,
Cuando te odies tú misma en tu dolor,
Cuando apagada y lóbrega te sientas,
Abre mi corazón: allí te ostentas
En todo tu esplendor.
¿Dónde está él?—Donde tú estés. Bien sabes
Que fue, por fiel a ti, conmigo infiel.
Ábrelo, que en tu voz están sus llaves;
Pero, al mirarte en su cristal, no laves
Lo que escribiste en él.