Rafael Pombo

En el Niágara

(contemplación)

Dedicada en prenda de respetuosa admiración y de profundo reconocimiento

a la señora María Juana Christie de Serrano

Ahí estás otra vez. . .! El mismo hechizo
Que años ha conocí, monstruo de gracia,
Blanco, fascinador, enorme, augusto,
Sultán de los torrentes,
Muelle y sereno en tu sin par pujanza.
¡Ahí estás siempre el Niágara! Perenne
En tu extático trance, en ese vértigo
De voluntad tremenda, sin cansarte
Nunca de ti, ni el hombre de admirarte.
 
¡Cómo cansarse! La belleza activa,
La siempre viva, porque siempre pura,
No puede fatigar. Hija perfecta
Sin medio humano, del excelso fiat
Que perpetuaron leyes inviolables
En su incesante acción; mimada hermana
Del firmamento, de la luz, del aire;
Huésped no expulsado del edén perdido;
Esta hermosura es creación constante
Y original, donde trasciende el soplo
De su autor soberano. Algo nos dice
Que allí está Dios: el néctar de embeleso
Y de reparación que a un tiempo mana.
Al contemplarla en nuestro fondo bullen
Los dormitados gérmenes divinos,
Cual hierve al sol el ánima viviente
De la naturaleza; y surge ansioso
El amor de familia, el de la eterna
E indisoluble y como al mar la gota
Emancipada al fin de térreos lazos,
Como del pecho de la madre el niño,
Mudos de íntimo gozo nos prendemos
En comunión de eternidad con ella.
 
¿Podrá Dios fatigar? ¡Ah! en lo que hastía
Hay encanto letal, triste principio
De inercia, hostil a Dios, germen de muerte,
Gangrena de Las almas secuestradas
De su raudal vivífico...
Mas ¿dónde
Mi mente descendió? Llámala al punto,
¡Oh Niágara! y en ti la imagen vea
De las almas triunfantes; mire al héroe
Sublime en su martirio; al genio mire
Sereno en la conciencia de su fuerza.
Distráeme, diviérteme, museo
De cataratas, fábrica de nubes;
Mar desfondado al peso de tus ondas;
Columnas que un omnipotente Alcides
Descolgó del Olimpo, entre dos vastos
Mediterráneos piélagos de un mundo.
 
Sigues, gigante excéntrico, gozando
Tu solitaria, inmemorial locura,
Digna de un Dios. Descadenada sueltas
Del valle por la rápida pendiente
Tu oceánica mole, y poseído
Del rapto a que impetuoso te abandonas
Ebrio del regocijo de tu fuerza,
No adviertes que ya el hombre ha sorprendido
Este retozo de titán, violando
La agreste soledad, y que en tus bordes
La hormiga semidiós bulle y se empina
A medirse contigo. .. ¡Ah, qué te importa!
No cabes en la tierra, y de un arranque
Vas a tomar por lecho el océano.
 
De los más lejos términos del globo
A visitarte viene y a elevarse
Con tu contemplación, reconociéndote
Sin rival hermosura. En tus orillas
Un sentimiento en lenguas mil proclamas
La grandeza de Dios y el inocente
Triunfo de la inmortal naturaleza.
Heredia te tributa entusiasmado
El Niágara de su alma, pavoroso
Muy más que el de tus ondas; el activo
Cíclope anglosajón, probando al mundo
Que es digno amo de ti, con puente aéreo
Salva tu abismo inmenso, y por su mano
Te da su abrazo atlético de hierro
Esto que el hombre (insecto de un instante
Y atolondrado por su instante) llama
La civilización. El cielo mismo
Tiende a tus pies esos divanes de ángeles,
Nácar del firmamento, y oponiendo
A un puente, mil; al arte de los hombres
El del Señor, suspende caprichoso,
Cual la sonrisa de la paz del alma
Entre los estertores del que muere,
Su iris tranquilo en medio a tu desastre.
 
Basta para tu gloria, insigne muestra
Del manantial de las bellezas; ara
De la perpetua admiración del hombre.
Yo, nada podré darte, aunque aspirara
A unir mi nombre a tu famoso nombre;
Que soy la misma sombra que otro día
A tus umbrales se asomó impasible.
Fantasma evanescente que en silencio
Va arravesando entre tu niebla fría. . .
Si al estruendo volcánico, profundo
De tu derrumbamiento, cimbra en torno
La tierra estremecida, el viento llora
Y aún tu cuenca de piedra conmovida,
Sonora te responde; ¡ay! entretanto
Sordo mi corazón no te percibe
Ni en mi alma hierve el frenesí del canto.
 
Pero ¿qué a ti, si el mismo de aquel día
Ahí estás, en tu pompa y magno aliento,
Como yo aquí, perenne en mi aislamiento
Y en su tedio infinito el alma mía?
Hoy te recorren otra vez mis ojos,
Mustios y melancólicos como antes.
Divino anfiteatro
 
Do entre un misterio de borrasca y nieblas
Luchan, cual en eterna pesadilla,
Monstruos de roca y amazonas de agua.
En mí no hay lucha, no; y en tu presencia,
Más que tu alta beldad, me maravilla
Mi absorta postración, mi indiferencia.
 
Ese lago de leche que dormido
Yace a tus pies; esas tendidas hojas
De cuajada esmeralda, opacas, turbias,
Manto marino que tu cauce vela,
Cuyas inertes, aplanadas olas
Atónitas al golpe, ignoran dónde
Seguir corriendo; ese ancho remolino
Que abajo las aguarda, y retorciéndose
Al empuje del mar que los violenta
Yérguese al centro, y cual pausada boa
En silencio fatal se enrosca, y nunca
Suelta la presa que atrayente arrolla
Allí más bien estoy; ese el mar muerto
De mi existencia, y el designio arcano
Que en giro estéril me aletarga y me hunde.
 
¿Dónde, oh Heredia, tu terror? Lo anhelo
Y no puedo encontrarlo. ¡Ah! no serías
Tan infeliz cuando esto te aterraba.
Si aquí la dicha palidece y tiembla,
Aquí por fín respira
La desesperación: sobre estos bordes
Alza ella sus altares; de ese abismo
En el tartáreo fondo
A voluptuosidades infernales
Un genio tentador la está llamando. . .
No, nada alcanza a dar pavor en toda
La alma naturaleza; el mal más grave
Que hace, es un bien: servirnos una tumba,
Un lecho al fatigado. Ella es un niño,
Siempre inocente, y candorosa, y dulce,
Nodriza; en fin que la bondad del cielo
Concedió al hombre...
El hombre, ese es el monstruo
(Bien lo supiste, Heredia) ese es el áspid
Cuyo contacto me estremece; el áspid
Que cuerpo y alma pérfido emponzoña.
Sempiterno satán de ajenas vidas
Y aun de la propia; turbador de tanto
Terrenal paraíso que natura
Brinda obsequiosa, y de cualquiera escena
De orden y paz, beldad que a su memoria
Presentará la aborrecida imagen
Del malogrado bienestar celeste.
El hombre, injerto atroz de ángel y diablo,
Enemigo mortal de cuanto asciende
La escala etérea en descollante copia
De la Divinidad. . ¡Aporte, oh monstruo!
¡Aquí Naturaleza! Yo, a la vista
De este rio de truenos—fulgurante
Cometa de Las aguas—no querría
Si no abrazarme dél, como aquel iris
Que en su columna espléndida serpea.
Y como él, ni sentido, ni sensible
Desaparecer... Eres tan grande, oh Niágara,
Es tan irresistible tu embeleso,
Tu majestad, que el infortunio humano,
A no haber otro dios, te adoraría;
Dios de la blanda muerte, a quien en vano
Jamás acudiría
A descargar su insoportable peso...
 
—¿Perdón, oh madre mía,
Mártir idolatrada! Hoy es la fecha
En que allá en nuestro hogar, alegre un tiempo,
Tu nombre festejábamos. ¡Imploro
De hinojos tu perdón! No es culpa tuya
Deberte yo tan miserable vida.
Hoy me salvas de nuevo; hoy, por ti sola,
Por tu ternura infatigable, ardiente,
Tu hijo infeliz se inmola,
Se inmola, sí, viviendo nuevamente...
 
Aquí, al salir del templo, venir usan
Los desposados. Su segundo templo,
Su ara de amor es ésta; aquí se sienten
Como fuera del mundo, y ya en Los brazos
De ese Dios, todo amor, todo clemencia,
Que los bendijo; y al más bello y puro
Torrente arrojan el jazmín primero
De su fresca guirnalda...
Duérme, duérme.
Casta y dulce visión! duérme al arrullo
Del mismo padre Niágara que un día
Recién nacida te arrulló,(1) y no ha mucho
 
Recién feliz te prometió arrullarte.
Duérme, y al par que a tus guirnaldas llegue
El perdurable réquiem que él te canta.
Llegue a tu alma mi oración profunda,
Llegue mi bendición a tu memoria.
Bendita porque amaste; más bendita
Por no ser ya mujer, porque moriste,
Y desapareciste, y descansaste,
Y descansó mi espíritu en tu fosa.
 
Todo acabó, perfectamente todo,
Como el Señor lo quiso... Hoy el ausente
Regresa al fin cerca de ti. Bien cerca
Estamos otra vez: tú en tu sepulcro
Muerta, es verdad. . . y yo quizá más muerto
Que tú. sobreviviéndome a mí mismo...
 
¡Silencio, paz! No turbarán mis voces
A la que fue; más fácil turbarían,
Niágara, tu tremendo arrobamiento.
 
En ti parece que comienza el mundo
Soltándose de manos del Eterno
Para emprender su curso sempiterno
Por el éter profundo
Eres el cielo que a cubrir la tierra
Desciendes, y velada en blancas nubes
La majestad de Dios baja contigo.
 
Siempre nuevo, brillante, en movimiento
Siempre fecundo, poderoso y fuerte
Como el vivo raudal de hirviente savia
Que de los pechos deslumbrantes brota
De la madre común naturaleza,
Despliegas tu grandeza en tu caída,
Y alzas de aquel abismo al firmamento
El himno de la fuerza y de la vida.
Mas para mí la vida es un sarcasmo,
Mi mundo ha concluído
Mi alma es hoy incapaz del entusiasmo
Y al quererte cantar, mi canto fuera
Del despecho el rugido,
O un de profundis de cansancio y muerte.
 
Por variar de tedio únicamente .
A contemplarte, Niágara, he venido;
Y al volverte la espalda indiferente
Limpio de tu vapor mi helada frente
Y te pago tu olvido con olvido.
Préféré par...
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