Juan de Dios Peza
Cuenta Bebé dos meses no cumplidos,
pero burlando al tiempo y sus reveses,
como todos los niños bien nacidos
parece un señorón de 20 meses.
 
Rubio, y con ojos como dos luceros
lo vi con traje de color de grana
en un escaparate de Plateros
un domingo de Pascua en la mañana.
 
Iban conmigo Concha y Margarita
y al mirar las dos, ambas gritaron:
“¡Mira padre, qué cara tan bonita!”
y trémulas de gozo mi miraron.
 
¿Quién al ver que en sus hijas se subleva
la ambición de adueñarse de un muñeco,
no se siente vencido cuando lleva
dos duros en la bolsa del chaleco?
 
Ha vencido pensé: si está comprado,
y como es natural tiene otros dueños
mis hijas perderán el encantado
palacio de sus mágicos ensueños.
 
Pero movido el paternal cariño,
entré a la tienda a realizar su antojo,
y dije al vendedor: “Quiero ese niño
de crenchas blondas y vestido rojo”.
 
Abrió entonces la alcoba de cristales
tomó a Bebé, lo puso entre mis manos,
y convirtió a mis hijas en rivales
porque el amor divide a los hermanos.
 
“Para mí” —Concha me gritó importuna,
“para mí” —me gritaba Margarita,
y yo les grité al fin: “para ninguna”
con la seca aridez de un cenobita.
 
Reinó un silencio entre las dos profundo,
y yo recordé entonces conturbado
este axioma tristísimo del mundo:
“Ser rival es odiar y ser odiado”.
 
Y así pensé: no debo en corazones
que de la vida llaman a la puerta,
encender con el celo esas pasiones,
que el odio atiza y el rencor despierta.
 
La historia del amor con dos premisas,
iguala a la mujer y no os asombre;
¡Un muñeco en la edad de las sonrisas,
y en la edad de las lágrimas, un hombre!
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