Mujer, bendito sea el alfarero que hizo tu cuerpo: te ensanchó los ojos tamo grutas marinas; te puso en los brazos las tremendas cuerdas de la pasión; te ahondó la garganta hasta las entrañas, para que pudieras entregar el mayor grito.
Bendito sea en ti el cuerpo humano. ¡Expresiva!, bendito de la planta a la frente: en la cabellera requemada como por el aliento del desierto; en la boca que la amargura afila; en tu cintura estremecida de llevar ceñido veinte años el cilicio de cien garfios de la pasión; ¡en tus pies, que empina el ansia o hace trepidar la alegría!
Bendito sea el verbo de los poetas en tu boca: benditos los que para ti calientan hasta el blanco los hierros de la palabra, porque tus labios son dignos de que ellos se despedazaran. Benditos sean los cuajarones de sangre de la tragedia cuando se derriten en tu lengua y las avientan tus manos. ¡Dios guarde por ti a Gabriel D’Annunzio y a Darío Nicodemi!
¡Alabada sea la mujer que toma las multitudes en sus brazos extendidos y hace de ellas una pira y les allega su llama!
Con los elementos intensos del mundo te amasaron y te irguieron en tu valle: con la brasa del sol romano, con las gredas más rojas.
Te pusieron un mediodía en una colina del Lacio, y subió en una ráfaga a ti todo el dolor derramado por los valles. Te hicieron el vértice de la pasión de tu raza. Quedaron por ti como desteñidas las demás criaturas, pues les bebiste toda la sangre ea la esponja de tu pecho, ¡ávida!
Te entiendan y se fundan de alabanza las cosas mismas cuando te oyen aullar de angustia; los semblantes de las cosas se vuelvan hacia ti, vivos como se volvieron para mirar a Orfeo, ¡animadora!
Te lleven sus cantos los hombres y las mujeres, y sólo tú seas digna de dar los terciopelos de su plegaria, y te pidan la boca para su alarido.
¡Y quede tu voz resonando cincuenta años en las entrañas de los que te escucharon, como resonará en las mías para siempre!