Dulce María Loynaz

De todos los milagros del Señor, ninguno me parece más bonito que su primer milagro.

Es este de las bodas de Canaán, el que menos trasciende a gravedad, el que podía no haberse hecho... Pero por eso mismo ha de verse en él un verdadero regalo de Nuestro Señor, una graciosa finura suya.

Este es como un milagro niño... Es, entre todos, el que nos hace sonreír, el que tiene algo de juego, de ilusión, de alborozada travesura...

Pero tiene también mucho de tierno, de una muy recatada ternura que no es todavía divina, sino humana, y que va a asomarse un instante levemente, furtivamente –acaso por vez única–, a la avidez de Dios que tiene el mundo.

Este milagro que Jesús no quería hacer, que acaso era pronto para hacer..., se hace, sin embargo, aquella tarde, en gracia y concesión a la solicitud materna.

El gesto que lo dibuja en el aire es el mismo con que se ofrece una flor; y en ese gesto sencillo ha rendido Jesucristo un público homenaje a su Madre, un reconocimiento de su carne dulce y tímida.

Es un milagro con alas de mariposa... Es casi un mimo delicado, una debilidad del sentimiento que impensadamente hace vacilar al Maestro, lo impulsa al fin a ser antes de tiempo lo que habría de ser ya para siempre.

En él, y sólo en él, por un misterioso equilibrio de sus dos sangres, por un misterio de amor, Jesucristo se muestra al mismo tiempo tan Dios nuestro como hijo de María.

No ha rechazado aquí su carga de hombre, el peso de esa otra cruz invisible que nadie le ayudará llevar; antes bien, la ha tomado para sí y ha salido con ella a ser hijo de madre, hombre entre los hombres, pequeño remedio para pequeños
males..., apenas Dios desconocido.

Solo después empezaremos a conocerle; sólo después se nos dirá su nombre y vendrán los grandes milagros.

Otros habrá más asombrosos; otros más deslumbradores y eficaces, como encender los ojos de los ciegos y verdecer los secos pies de los tullidos.

Por tales maravillas hubo entonces gran júbilo en la tierra, y el eco de aquel júbilo sigue rodando de siglo en siglo, porque devolver a un leproso su fresca piel de niño es portento que engendra la esperanza en el más yermo corazón, y traer de nuevo la vida, el alma en fuga al cuerpo de los muertos, suspende el ánimo de todos, cuaja un vago terror entre los vivos.

Ante hermosura tanta –granar y desgranar de flora taumatúrgica– tres Evangelios se olvidaron de aquel milagro mínimo, tres Evangelios silenciaron el milagro amable, dejado atrás en los primeros tiempos.

Lo olvidaron o pensaron más bien que la mano alzada para convertir en vino el agua, no había hecho todavía nada digno de recordad a las generaciones venideras.

Y tal vez no lo había hecho. Su breve sombre sobre el mantel de gala es algo que en verdad no salva nada. No arrebata una presa al sufrimiento, o a la muerte, o al demonio... No anuncia como trompeta angélica, la omnipotencia de Dios.

Es, por tanto, un prodigo florecido sólo para lograr una sonrisa; un anticipo que hace la Divina Gracia a una inocente intimidad, a un regocijo pueblerino...

He aquí por qué él conmueve más que todos.

He aquí el milagro del milagro.

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