José Martí

Versión libre de un cuento de Andersen

En China vive la gente en millones, como si fuera una familia que no acabase de crecer, y no se gobiernan por sí, como hacen los pueblos de hombres, sino que tienen de gobernante a un emperador, y creen que es hijo del cielo, porque nunca lo ven sino como si fuera el sol, con mucha luz por junto a él, y de oro el palanquín en que lo llevan, y los vestidos de oro. Pero los chinos están contentos con su emperador, que es un chino como ellos. ¡Lo triste es que el emperador venga de afuera, dicen los chinos, y nos coma nuestra comida, y nos mande matar porque queremos pensar y comer, y nos trate como a sus perros y como a sus lacayos! Y muy galán que era aquel emperador del cuento, que se metía de noche la barba larga en una bolsa de seda azul, para que no lo conocieran, y se iba por las casas de los chinos pobres, repartiendo sacos de arroz y pescado seco, y hablando con los viejos y los niños, y leyendo, en aquellos libros que empiezan por la última página, lo que Confucio dijo de los perezosos, que eran peor que el veneno de las culebras, y lo que dijo de los que aprenden de memoria sin preguntar por qué, que no son leones con alas de paloma, como debe el hombre ser, sino lechones flacos, con la cola de tirabuzón y las orejas caídas, que van donde el porquero les dice que vayan, comiendo y gruñendo. Y abrió escuelas de pintura, y de bordados, y de tallar la madera; y mandó poner preso al que gastase mucho en sus vestidos, y daba fiesta donde se entraba sin pagar, a oír las historias de las batallas y los cuentos hermosos de los poetas; y a los viejecitos los saludaba siempre como si fuesen padres suyos; y cuando los tártaros bravos entraron en China y quisieron mandar en la tierra, salió montado a caballo de su palacio de porcelana blanco y azul, y hasta que no echó al último tártaro de su tierra, no se bajó de la silla. Comía a caballo: bebía a caballo su vino de arroz: a caballo dormía. Y mandó por los pueblos unos pregoneros con trompetas muy largas, y detrás unos clérigos vestidos de blanco que iban diciendo así: «¡Cuando no hay libertad en la tierra, todo el mundo debe salir a buscarla a caballo!» Y por todo eso querían mucho los chinos a aquel emperador galán, aunque cuentan que eran muchas las golondrinas que dejaba sin nido, porque le gustaba mucho la sopa de nidos; y que una vez que otra se ponía a conversar con un frasco de vino de arroz: y lo encontraban tendido en la estera, con la barba revuelta en el suelo, y el vestido lleno de manchas. Esos días no salían las mujeres a la calle, y los hombres iban a su quehacer con la cabeza baja, como sí les diera vergüenza ver el sol. Pero eso no sucedía muchas veces, sino cuando se ponía triste porque los hombres no se querían bien ni hablaban la verdad: lo de siempre era la alegría, y la música, y el baile, y los versos, y el hablar de valor y de las estrellas: y así pasaba la vida del emperador, en su palacio de porcelana blanco y azul.

Hermosísimo era el palacio, y la porcelana hecha de la pasta molida del mejor polvo kaolín, que da una porcelana que parece luz, y suena como la música, y hace pensar en la aurora, y en cuando empieza a caer la tarde. En los jardines había naranjos enanos, con más naranjas que hojas; y peceras con peces de amarillo y carmín, con cinto de oro; y unos rosales con rosas rojas y negras, que tenían cada una su campanilla de plata, y daban a la vez música y olor. Y allá al fondo había un bosque muy grande y hermoso, que daba al mar azul, y en un árbol de los del bosque vivía un ruiseñor, que les cantaba a los pobres pescadores canciones tan lindas, que se olvidaban de ir a pescar; y se les veía sonreír del gusto, o llorar de contento, y abrir los brazos, y tirar besos al aire, como si estuviesen locos. «¡Es mejor el vino de la canción que el vino de arroz!» decían los pescadores. Y las mujeres estaban contentas, porque cuando el ruiseñor cantaba, sus maridos y sus hijos no bebían tanto vino de arroz. Y se olvidaban del canto los pescadores cuando no lo oían; pero en cuanto lo volvían a oír, decían, abrazándose como hermanos: «¡Qué hermoso es el canto del ruiseñor!»

Venían de afuera muchos viajeros a ver el país: y luego escribían libros de muchas hojas, en que contaban la hermosura del palacio y el jardín, y lo de los naranjos, y lo de los peces, y lo de las rosas rojinegras; pero todos los libros decían que el ruiseñor era lo más maravilloso: y los poetas escribían versos al ruiseñor que vivía en un árbol del bosque, y cantaba a los pobres pescadores los cantos que les alegraban el corazón: hasta que el emperador vio los libros, y del contento que tenía le dio con el dedo tres vueltas a la punta de la barba, porque era mucho lo que celebraban su palacio y su jardín; pero cuando llegó adonde hablaban del ruiseñor: «¿Qué ruiseñor es éste, dijo, que yo nunca he oído hablar de él? ¡Parece que en los libros se aprende algo! ¡Y esta gente de mi palacio de porcelana, que me dice todos los días que yo no tengo nada que aprender! ¡Venga ahora mismo el mandarín mayor!» Y vino, saludando hasta el suelo, el mandarín mayor, con su túnica de seda azul celeste, de florones de oro. «¡Puh! ¡puh!» contestaba el mandarín, hinchando la cabeza, a todos los que le hablaban. Pero al emperador no le decía ni «¡puh!» ni «¡pih!»; sino que se echaba a sus pies, con la frente en la estera, esperando, temblando, hasta que le decía «¡levántate!» el emperador.

—¡Levántate! ¿Qué pájaro es este de que habla este libro, que dicen que es lo más hermoso de todo mi país?

—Nunca he oído hablar de él, nunca—dijo el mandarín, arrodillándose en el aire, y con los brazos cruzados:—no ha sido presentado en palacio.

—¡Pues en palacio ha de estar esta noche! ¿Que el mundo entero sabe mejor que yo lo que tengo en mi casa?

—Nunca he oído hablar de él, nunca—dijo el mandarín: dio tres vueltas redondas, con los brazos abiertos, se echó a los pies del emperador, con la frente en la estera, y salió de espaldas, con los brazos cruzados, y arrodillándose en el aire.

Y el mandarín empezó a preguntar a todo el palacio por el pájaro. Y el emperador mandaba a cada media hora a buscar al mandarín.

—Si esta noche no está aquí el pájaro, mandarín, sobre las cabezas de los mandarines he de pasear esta noche.

—¡Tsing-pé! ¡Tsing-pé!—salió diciendo el mandarín mayor, que iba dando vueltas, con los brazos abiertos, escaleras abajo. Y los mandarines todos se echaron a buscar al pájaro, para que no pasease a la noche sobre sus cabezas el emperador. Hasta que fueron a la cocina del palacio, donde estaban guisando pescado en salsa dulce, e inflando bollos de maíz, y pintando letras coloradas en los pasteles de carne: y allí les dijo una cocinerita, de color de aceituna y de ojos de almendra, que ella conocía el pájaro muy bien, porque de noche iba por el camino del bosque a llevar las sobras de la mesa a su madre que vivía junto al mar, y cuando se cansaba al volver, debajo del árbol del ruiseñor descansaba, y era como si le conversasen las estrellas cuando cantaba el ruiseñor, y como si su madre le estuviera dando un beso.

—¡Oh, virgen china!—le dijo el mandarín:—¡digna y piadosa virgen!: en la cocina tendrás siempre empleo, y te concederé el privilegio de ver comer al emperador, si me llevas adonde el ruiseñor canta en el árbol, porque lo tengo que traer a palacio esta noche.

Y detrás de la cocinerita se pusieron a correr los mandarines, con las túnicas de seda cogidas por delante, y la cola del pelo bailándoles por la espalda: y se les iban cayendo los sombreros picudos. Bramó una vaca, y dijo un mandarincito joven:—«¡Oh, qué robusta voz! ¡qué pájaro magnífico!»—«Es una vaca que brama»,—dijo la cocinerita. Graznó una rana, y dijo el mandarincito:—«¡Oh, qué hermosa canción, que suena como las campanillas!»—«Es una rana que grazna», dijo la cocinerita. Y entonces rompió a cantar de veras el ruiseñor.

—¡Ese, ése es!—dijo la cocinerita, y les enseñó un pajarito, que cantaba en una rama.

—¡Ese!—dijo el mandarín mayor:—nunca creí que fuera una persona tan diminuta y sencilla: ¡nunca lo creí! O será, mandarines amigos ¡sí, debe ser! que al verse por primera vez frente a nosotros los mandarines, ha cambiado de color.

—¡Lindo ruiseñor!—decía la cocinerita:—el emperador desea oírte cantar esta noche.

—Y yo quiero cantar—le contestó el ruiseñor, soltando al aire un ramillete de arpegios.

—¡Suena como las campanillas, como las campanillas de plata!—dijo el mandarincito.

—¡Lindo ruiseñor! a palacio tienes que venir, porque en palacio es donde está el emperador.

—A palacio iré, iré—cantó el ruiseñor, con un canto como un suspiro:—¡pero mi canto suena mejor en los árboles del bosque!

El emperador mandó poner el palacio de lujo: y resplandecían con la luz de los faroles de seda y de papel los suelos y las paredes; las rosas rojinegras estaban en los corredores y los atrios, y resonaban sin cesar, entre el bullicio del gentío, las campanillas: en el centro mismo de la sala, donde se le veía más, estaba un paral de oro, para que el ruiseñor cantase en él: y a la cocinerita le dieron permiso para que se quedase en la puerta. La corte estaba de etiqueta mayor, con siete túnicas y la cabeza acabada de rapar. Y el ruiseñor cantó tan dulcemente que le corrían en hilo las lágrimas al emperador: y los mandarines, de veras, lloraban: y el emperador quiso que le pusieran al ruiseñor al cuello su chinela de oro: pero el ruiseñor metió el pico en la pluma del pecho, y dijo «gracias» en un trino tan rico y vigoroso, que el emperador no lo mandó matar porque no había querido colgarse la chinela. Y en su canto decía el ruiseñor: «No necesito la chinela de oro, ni el botón colorado, ni el birrete negro, porque ya tengo el premio más grande, que es hacer llorar a un emperador.»

Aquella noche, en cuanto llegaron a sus casas, todas las damas tomaron sorbos de agua, y se pusieron a hacer gárgaras y gorgoritos, y ya se creían muy finos ruiseñores. Y la gente de establo y cocina decía que estaba bien, lo que es mucho decir, porque ésa es gente que lo halla mal todo. Y el ruiseñor tenía su caja real, con permiso para volar dos veces al día, y una en la noche. Doce criados de túnica amarilla lo sujetaban cuando salía a volar, por doce hilos de seda. En la ciudad no se hablaba más que del canto, y en cuanto uno decía «rui...» el otro decía «...señor». Y llamaban «ruiseñor» a los niños que nacían, pero ninguno cantó nunca una nota.

Un día recibió el emperador un paquete que decía «El Ruiseñor» en la tapa, y creyó que era otro libro sobre el pájaro famoso; pero no era libro, sino un pájaro de metal que parecía vivo en su caja de oro, y por plumas tenía zafiros, diamantes y rubíes, y cantaba como el ruiseñor de verdad en cuanto le daban cuerda, moviendo la cola de oro y plata: llevaba al cuello una cinta con este letrero: «¡El ruiseñor del emperador de China es un aprendiz, junto al del emperador del Japón!»

«¡Hermoso pájaro es!» dijo toda la corte, y le pusieron el nombre de «gran pájaro internacional»: porque se usan estos nombres en China, pomposos y largos: pero cuando puso el emperador a cantar juntos al ruiseñor vivo y al artificial, no anduvo el canto bueno, porque el vivo cantaba como le nacía del corazón, sincero y libre, y el artificial cantaba a compás, y no salía del vals.

—¡A mi gusto! ¡esto es a mi gusto!—decía el maestro de música; y cantó solo el pájaro de las piedras, tan bien como el vivo. ¡Y luego, tan lleno de joyas que relumbraban, lo mismo que los brazaletes, y los joyeles, y los broches! Treinta y tres veces seguidas cantó la misma tonada sin cansarse, y el maestro de música y la corte entera lo hubieran oído con gusto una vez más, si no hubiese dicho el emperador que el vivo debía cantar algo. ¿El vivo? Lejos estaba, lejos de la corte y del maestro de música. Los vio entretenidos, y se les escapó por la ventana.

—¡Oh, pájaro desagradecido!—dijo el mandarín mayor, y dio tres vueltas redondas, y se cruzó de brazos.

—Pero mejor mil veces es este pájaro artificial—decía el maestro de música:—porque con el pájaro vivo, nunca se sabe cómo va a ser el canto, y con éste, se está seguro de lo que va a ser: con éste todo está en orden, y se le puede explicar al pueblo las reglas de la música.

Y el emperador dio permiso para que el domingo sacase el maestro al pájaro a cantar delante del pueblo, que parecía muy contento, y alzaba el dedo y decía que él con la cabeza; pero un pobre pescador dijo «que él había oído el ruiseñor del bosque, y que éste no era como aquél, porque le faltaba algo de adentro, que él no sabía lo que era». El emperador mandó desterrar al ruiseñor vivo, y al otro de la caja se lo pusieron a la cabecera, en un cojín de seda, con muchos presentes de joyas y de argentería, y lo llamaban por título de corte «cantor de alcoba y pájaro continental, que mueve la cola como el emperador se la manda mover.» Y el maestro de música se sintió tan feliz que escribió un libro de veinticinco tomos sobre el ruiseñor artificial, con muchos esdrújulos y palabras de extraña sabiduría; y la corte entera dijo que lo había leído y entendido, de miedo de que los tuviesen por gente fofa y de poca educación, y de que el emperador se pasease sobre sus cabezas.

Pasó un año, y emperador, corte y país conocían como cosa de sí mismos cada gorjeo y vuelta del «pájaro continental»; y como que lo podían entender, lo declaraban magnífico ruiseñor. Cantaban su vals los cortesanos todos. Y los chicuelos de la calle. Y el emperador lo cantaba también, y lo bailaba, cuando estaba solo con su vino de arroz. Era un vals el imperio, que andaba a compás, con mucho orden, al gusto del maestro de música. Hasta que una noche, cuando estaba el pájaro en lo mejor del canto, y el emperador lo oía, tendido en su cama de randas y colgaduras, saltó un resorte de la máquina del ruiseñor; como huesos que se caen sonaron las ruedas, y paró la música. Se echó de la cama el emperador, y mandó llamar a un médico. El médico no supo qué hacer: y vino el relojero. El relojero, mal que bien, puso las ruedas locas en su lugar, pero encargó que usasen del pájaro muy poco, porque estaban gastados los cilindros, y el ruiseñor aquel no podía en verdad cantar más de una vez al año. El maestro de música le echó encima un discurso al relojero, y le dijo traidor, y venal, y chino espurio, y espía de los tártaros, porque decía que el pájaro continental no podía cantar más que una vez. En la puerta iba ya el relojero, y todavía le estaba diciendo el maestro de música malas palabras: «¡traidor! ¡Venal! ¡Chino espurio! ¡Espía de los tártaros!» Porque estos maestros de música de las cortes no quieren que la gente honrada diga la verdad desagradable a sus amos.

Cinco años después había mucha tristeza en la China, porque estaba al morir el pobre emperador, tanto que tenían nombrado ya al nuevo, aunque el pueblo agradecido no quería oír hablar de él, y se apretaba a preguntar por el enfermo a las puertas del mandarín, que los miraba de arriba abajo, y decía: «¡Puh!» «¡Puh!» repetía la pobre gente, y se iba a su casa llorando.

Pálido y frío estaba en su cama de randas y colgaduras el emperador, y los mandarines todos lo daban por muerto, y se pasaban el día dando las tres vueltas con los brazos abiertos, delante del que debía subir al trono. Comían muchas naranjas, y bebían té con limón. En los corredores habían puesto tapices, para que no sonara el paso. No se oía en el palacio sino un ruido de abejas.

Pero el emperador no estaba muerto todavía. Al lado de su cama estaba el pájaro roto. Por una ventana abierta entraba la luz de la luna sobre el pájaro roto, y el emperador mudo y lívido. Sintió el emperador un peso extraño sobre su pecho, y abrió los ojos para ver. Vio a la Muerte, sentada sobre su pecho. Tenía en las sienes su corona imperial, y en una mano su espada de mando y en la otra mano su hermosa bandera. Y por entre las colgaduras vio asomar muchas cabezas raras, bellas unas y como con luz, otras feas y de color de fuego. Eran las buenas y las malas acciones del emperador, que le estaban mirando a la cara. «¿Te acuerdas?» le decían las malas acciones. «¿Te acuerdas?» le decían las buenas acciones. «¡Yo no me acuerdo de nada, de nada!» decía el emperador: «¡música, música! ¡Tráiganme la tambora mandarina, la que hace más ruido, para no oír lo que me dicen mis malas acciones!» Pero las acciones seguían diciendo: «¿Te acuerdas? ¿Te acuerdas?» «¡Música, música!» gritaba el emperador: «¡oh, hermano pájaro de oro, canta, te ruego que cantes! ¡Yo te he dado regalos ricos de oro! ¡Yo te he colgado al cuello mi chinela de oro! ¡Te ruego que cantes!» Pero el pájaro no cantaba. No había uno que supiera darle cuerda. No daba una sola nota.

Y la Muerte seguía mirando al emperador con sus ojos huecos y fríos, y en el cuarto había una calma espantosa, cuando de pronto entró por la ventana el son de una dulce música. Afuera, en la rama de un árbol, estaba cantando el ruiseñor vivo. Le habían dicho que estaba muy enfermo el emperador, y venía a cantarle de fe y de esperanza. Y según iba cantando eran menos negras las sombras, y corría la sangre más caliente en las venas del emperador, y revivían sus carnes moribundas. La Muerte misma escuchaba, y le dijo: «¡Sigue, ruiseñor, sigue!» Y por un canto, le dio la Muerte la corona de oro: y por otro, la espada de mando: y por otro canto más, le dio la hermosa bandera. Y cuando ya la Muerte no tenía ni la bandera, ni la espada, ni la corona del emperador, cantó el pájaro de la hermosura del camposanto, donde la rosa blanca crece, y da el laurel sus aromas a la brisa, y dan brillo y salud a la yerba las lágrimas de los dolientes.

Y tan hermoso vio la Muerte en el canto a su jardín, que lo quiso ir a ver, y se levantó del pecho del emperador, y desapareció como un vapor por la ventana.

—¡Gracias, gracias, pájaro celeste!—decía el emperador.—Yo te desterré de mi reino, y tú destierras a la muerte de mi corazón. ¿Cómo te puedo yo pagar?

—Tú me pagaste ya, emperador, cuando te hice llorar con mi canto: las lágrimas que arranca a las almas de los hombres son el único premio digno del pájaro cantor. Duerme, emperador, duerme: yo cantaré para ti.

Y con sus trinos y arpegios se fue durmiendo el enfermo en un rueño de salud. Cuando despertó, entraba el sol, como oro vivo, por la ventana. Ni uno solo de sus criados, ni un solo mandarín, había venido a verlo. Lo creían muerto todos. El ruiseñor no más estaba junto a su cama: el ruiseñor, cantando.

—¡Siempre estarás junto a mí! ¡En el palacio vivirás, y cantarás cuando quieras! ¡Yo romperé al pájaro artificial en mil pedazos!

—No lo rompas en mil pedazos, emperador: él te sirvió bien mientras pudo: yo no puedo vivir en el palacio, ni fabricar entre los cortesanos mi nido. Yo vendré al árbol que cae a tu ventana, y te cantaré en la noche, para que tengas sueños felices. Te cantaré de los malos y de los buenos, y de los que gozan y de los que sufren. Los pescadores me esperan, emperador, en sus casas pobres de la orilla del mar. El ruiseñor no puede ser infiel a los pescadores. Yo te vendré a cantar en la noche si me prometes una cosa.

—¡Todo te lo prometo!—dijo el emperador, que se había levantado de su cama, y tenía puesta la túnica imperial, y en la mano su gran espada de oro.

—¡No digas que tienes un pájaro amigo que te lo cuenta todo, porque le envenenarán el aire al pájaro!—Y salió volando el ruiseñor, y echando al aire un ramillete de arpegios.

Los mandarines entraron de repente en el cuarto, detrás del mandarín mayor, a ver al emperador muerto. Y lo vieron de pie, con su túnica imperial; con la mano de la espada puesta al corazón. Y se oía, como una risa, el canto del ruiseñor.

—¡Tsing-pé! ¡Tsing-pé!—dijo el gran mandarín, y dio dieciocho vueltas seguidas con los brazos abiertos, y se echó por tierra, con la frente a los pies del emperador. Y a los mandarines, arrodillados en el aire, les temblaba en la nuca la cola.

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