Hay penas que terminan
avergonzándonos:
zonza, desprestigiada, monocorde
como el zumbido
del moscardón contra el cristal o como
una vieja tía que se instala en casa
y teje y teje mascullando,
así
esa pena que no se fue nunca
y que mancha de tizne las mañanas.
En el cine, en la ducha, en el mercado,
en medio de la tarde o de la noche
dice la pena idénticas palabras
sin aspavientos
sin coloraturas,
sorda,
monotemática,
invencible.
De vez en cuando, sin embargo, el fiero
alacrán escondido se despierta,
salta
sobre mi corazón.
Su mordedura
vuelve a hacerlo sangrar.
Por el dolor
deduzco que no he muerto.