Juan de Dios Peza

Mi Mejor Lauro

Con sus seis primaveras muy ufana,
quebrando con sus pies las hojas secas,
me recitó en el campo una mañana
mi hija mayor: Fusiles y muñecas.
 
Repitiendo mis versos no sabía
que colmaba el mayor de mis antojos;
no me culpéis si oyéndola sentía,
lágrimas en el alma y en los ojos.
 
¡Bien! exclamé, mi niña me interpreta
mejor que todos aunque a nadie cuadre;
yo juzgarla creí como poeta,
y la estaba juzgando como padre.
 
Llegó la estrofa aquella en que la nombro
y bajando hacia el suelo la mirada,
vi de pronto ponerse, con asombro,
su faz, más que una fresa, colorada.
 
¿Qué tienes? pregunté, ¿por qué haces eso?
¿Por qué ya nada de tu labio escucho?
Y ella me respondió, dándome un beso:
—Me callo aquí, porque te quiero mucho.
 
Nada valdrá tan cándida respuesta
para el que en altas concepciones fijo,
medir no pueda, en ocasión cual ésta,
a donde alcanza el corazón de un hijo.
 
Puedo deciros la verdad desnuda:
como en mis versos comprendió mi duelo,
por no hacerme sufrir quedóse muda,
por no verme llorar, miraba al suelo.
 
Yo, alabando el poder de su memoria,
comprendí, perdonadme lo indiscreto,
que los mejores lauros de la gloria
son los que se cosechan en secreto.
 
Vale más a mis ojos, siempre fijos
en la eterna verdad no en falsos nombres,
la lágrima arrancada por mis hijos
que todos los aplausos de los hombres.
 
Negó a mi numen su fulgor el genio,
en el drama veraz de mis dolores
el fondo de mi hogar es el proscenio
y mi padre y mis hijos los lectores.
 
No busco un lauro que mi frente ciña
ni pide aplausos mi laúd ingrato;
pero... ¿por qué me olvido de la niña
que suspendió turbada su relato?
 
Pronto volvió su faz a estar serena
y a brillar en sus labios la sonrisa,
porque el placer lo mismo que la pena
pasan sobre los niños muy de prisa.
 
—Tus versos voy a continuar diciendo—
y con más firme voz soltóse hablando;
¡inocente! los dijo sonriendo
y entonces yo los escuché llorando.
 
Al terminar, sintiendo hecho pedazos
por el dolor mi corazón ardiente,
me interrogó cruzándose de brazos
y mirándome el rostro frente a frente.
 
—¡Ay! dime padre, cuando tú escribiste
los mismo versos que de oírme acabas
¿porqué estabas mirándome tan triste?
Al mirarnos jugar ¿en qué pensabas?
 
y ¿por qué? –respondí– tan preguntona
¿indagas los misterios de mi lira?
—Porque soy, tú lo has dicho, una persona
que charla, que comenta, y que suspira.
 
—¡Brava razón! ¡Confórmame con eso!
¿No eres la que, si el duelo me avasalla,
se me cuelga del cuello, me da un beso,
se le saltan las lagrimas y calla?
 
—¡Yo soy! ¡yo soy! me contestó orgullosa,
y haciéndome olvidar penas y agravios,
se me colgó del cuello cariñosa,
cerró sus ojos y besó mis labios.
 
Corrió alegre después tras otros niños
quebrando con sus pies las hojas secas
y dejándome besos y cariños
en premio de Fusiles y muñecas.
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