Pablo Neruda

Martí (1890)

XXXIV

 
Cuba, flor espumosa, efervescente
azucena escarlata, jazminero,
cuesta encontrar bajo la red florida
tu sombrío carbón martirizado,
la antigua arruga que dejó la muerte,
la cicatriz cubierta por la espuma.
 
Pero dentro de ti como una clara
geometría de nieve germinada,
donde se abren tus últimas cortezas,
yace Martí como una almendra pura.
 
Está en el fondo circular del aire,
está en el centro azul del territorio,
y reluce como una gota de agua
su dormida pureza de semilla.
 
Es de cristal la noche que lo cubre.
Llanto y dolor, de pronto, crueles gotas
atraviesan la tierra hasta el recinto
de la infinita claridad dormida.
El pueblo a veces baja sus raíces
a través de la noche hasta tocar
el agua quieta en su escondido manto.
A veces cruza el rencor iracundo
pisoteando sembradas superficies
y un muerto cae en la copa del pueblo.
 
A veces vuelve el látigo enterrado
a silbar en el aire de la cúpula
y una gota de sangre como un pétalo
cae a la tierra y desciende al silencio.
Todo llega al fulgor inmaculado.
Los temblores minúsculos golpean
las puertas de cristal del escondido.
 
Toda lágrima toca su corriente.
 
Todo fuego estremece, su estructura.
Y así de la yacente fortaleza,
del escondido germen caudaloso
salen los combatientes de la isla.
 
Vienen de un manantial determinado.
 
Nacen de una vertiente cristalina.

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