Tu pobre dolido seno
cuando lo abrías al sol,
de luz y esperanzas lleno
para quemar el veneno
de la muerte, era un crisol.
Era crisol que apuraba
la flor de tu juventud,
nuestro ardor acrisolaba
y en su fiebre hacía esclava
de tu salud mi salud.
Quemóse allí la semilla
de nuestra carne fatal,
y de la muerte, en la orilla
quedaste tú, mi costilla,
desnuda de arte camal.
Quedóse tu pecho enjuto
y enjuto quedó mi amor,
matóme tu sol al bruto
y me dió en lugar del fruto
la eternidad de la flor.
¿Te acuerdas de la amapola
que hube una vez de prender
en tu pecho y su corola
fué la espuma de la ola
de tus ansias de acrecer?
«Roja de sangre—dijiste—
parece querer vivir
y que la muerte resiste,
mas su jugo ¡cosa triste!
es veneno de dormir.»
Y te ibas quedando lirio
de casta pureza, y fué
tu ocaso un santo martirio;
mientras yo en torpe delirio
de amor, del amor dudé.
Y hoy vivo el amor desnudo,
sólo amor y nada más;
es tu recuerdo mi escudo
y ya, Teresa, no dudo
de que tú me salvarás.
Recordando tus dolores,
dolores de puro amor,
aquí te traigo estas flores,
fruto de nuestros amores:
¡la eternidad es la flor!