Miguel de Unamuno

Teresa: 23

Eran tus ojos en aquellas tardes
          dos alondras cobardes;
eran como al volver de arar la yunta,
y mirándome ¡cómo los abrías!
          eran una pregunta
por ver si en mí tu sino al fin leías.
Me acuerdo cuando vimos la pareja
          de novios, y a la reja
te asiste cual cautivo a su grillete;
pasaban sus saludes ostentando,
          erguidos, de bracete,
y los Ojos se te iban agrandando.
«Hace un mes sé casaron»—me dijiste
          con tu tono más triste
y se ensanchó el negror de tus pupilas;
seguías a lo largo del paseo
          sus pasos, y las filas
de acacias abrevaban tu deseo.
Y cuando se perdieron en la vuelta,
          que da a la mar revuelta,
—aquel día se oían sus quejidos
volviste a mí con tu mirada ansiosa
          los ojos abatidos,
por si yo te decía alguna cosa.
Repetiste: «Hace un mes que se casaron...»
          tus palabras chocaron
en el silencio que nos envolvía,
rozó tu aliento mi rendida frente
          y ya sin agonía,
sentí lo que es morirse de repente.
«Ella tiene mis años... ¡No, los de ella ...»
          y miraste a la estrella
de la tarde y del alba, tu misterio
buscando que te abriese, y ella, avara...
          Hoy en el cementerio
ves a su luz tu vida entera y clara.
«¡Ay, mi madre!»—añadiste en un suspiro,
          que sonó como un tiro
en el silencio que a tristor hostiga,
y en tu duelo de amor, Teresa, absorta,
          te hundía la fatiga
de una larga esperanza en vida corta.
«¡A Dios!»—te dije entonces; tú: «¡A El!»
          por decir: «Rafael»
—era tu modo—. Te besé en los dedos
de la mano crispada, y a la reja
          dejamos luego, quedos,
sola con mi silencio y con tu queja.

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