Miguel Peñafiel

MADRE MÍA

Madre mía

MADRE MÍA: tú que me has ofrendado la vida, desde lo más profundo de tus entrañas, y que desde aquel día que salí de tu vientre me has dado una carnal apariencia, la más tierna, con una voz tan clamante y amorosa; pero con un corazón descompuesto diría yo, roto en pedazos por unas emociones incontenibles que no dan ni una razón de mi solitaria existencia. Madre he agotado todas mis fuerzas, cuya vida fue un holocausto de amor, por culpa de una herida abierta entre mi pecho, que va derramando sangre negra en mi huerto de los suplicios, y que va desollando la raíz dulce que llevaba dentro de mi corazón. Mis ojos humedecidos de tener muchos sentimientos, se volvieron de mi ciegos de pura soberbia, y cuya sed de mis labios, de la cual la mujer amada la había calmado, volvió a implorar el agua de la fuente de su boca, sin una respuesta alguna; y dejándola orgullosa a morir. Entre mis manos tenía la espada, cuya mortal arma clave en mi pecho, y de la marca se volvió oscura como si fueran sombras, entonces me di cuenta que fue con mi propia mano que vertió en mi copa la melancolía máxima de mi pena y los sentimientos fueron cómplices de mi daño. Madre: tú me enseñaste lo bueno de la vida, y si la vida me ha hecho triste con sus duros golpes, que me queda sobre los dones de mi alma; un reino sobre el cual se van perdiendo las maravillas: ¡ay pobre de mi! Que el dolor se valla llevando todo lo bueno que me queda. Tú que desde tu lecho de tu vientre me arrojaste sin saberlo, que llevaría una vida tan miserable y de desdichas, y entre los pétalos de mis rosas una fragilidad que se romperían por las promesas de las mujeres, quien se acercó a mi fue para lanzar un puñado de sombras y a la que taló mi jardín para desvalijar mi espíritu sobre ella. Madre: mírame aquí yace tu hijo dormido, y no llores se fuerte en el llanto, recuerdame como aquel niño inocente dormido que no podía abrir aún sus ojos, y que tuviste entre tus brazos acariciándome el rostro con tus tiernas manos, y que viendo mis labios resecos recuerdes; el pequeño niño que le prestaba de tu pecho: donde la dulzura de un trago de miel me hacía soñar con tus besos, haz de cuenta que sigo siendo un niño, y que poniendo tu mano tocándome el corazón vas despidiéndote de mi con un beso en la frente, yo creeré que ha sido una larga pesadilla, ¡sólo una espantosa pesadilla dentro de un sueño hacía otro sueño!...

(2015)

Reserva derecho de autor.

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