Mercedes de Velilla

Plegaria

Vengo a besar el sacro pavimento
y exhalar, en las horas solitarias,
un suspiro, una lágrima, un acento,
que comprende mi Dios en mis plegarias.
 
(Arolas)
 
 
Solo está el templo, silencioso y frío:
en su ámbito sombrío
todo es confuso a la primer mirada:
columnas de labrados capiteles,
cual centinelas fieles,
guardar parece la mansión sagrada.
 
Traspasa por los huecos ojivales,
policromos cristales,
un rayo temblador del sol poniente,
que en los arcos y altares desmayando,
extinguese besando
del Cristo augusto la divina frente.
 
De la mano de un ángel suspendida,
la lámpara bruñida
con oscilante luz al Cristo alumbra,
mientras la finge el ánimo medroso
espectro misterioso
de la desierta nave en la penumbra.
 
Los monjes con sus hábitos obscuros,
pintados en los muros;
los santos en su dulce arrobamiento;
las losas sepulcrales, carcomidas,
sin orden esparcidas
en el viejo y gastado pavimento;
 
La soledad en que la paz reposa,
al alma religiosa
hablan mejor que el órgano sonoro
y los fulgores que el altar derrama,
reflejando su llama
sobre el rico mantel bordado en oro.
 
Yo te busco, Señor, en tu Calvario
y en tu Cruz, solitario,
para mostrarte el corazón doliente;
y en tus sagrados pies, que Magdalena
ungió, de piedad llena,
las lágrimas caerán del penitente.
 
Siguiendo los senderos de la vida,
yo vi mi fe extinguida;
rosas de juventud se marchitaron;
cuanto amé sucumbió; la pena aguda,
la tibieza y la duda
de tus benditas aras me alejaron.
 
Y hoy vuelvo a Ti mis ojos doloridos,
del llanto enrojecidos,
y el triste corazón desconsolado:
tiende hacia mí, para cerrar su herida,
tu mano bendecida,
y levanta mi espíritu postrado.
 
Dijiste No matar, y en odio ciego,
bajo el tronante fuego
de máquinas horrendas que exterminan
y en escombros convierten las ciudades,
entre inicuas maldades,
los hombres, los hermanos se asesinan.
 
¡Piedad, Señor! Piedad para el planeta
que tu mano sujeta
con riendas de luceros rutilantes.
Lloraremos, Señor, nuestros pecados:
tus brazos enclavados,
abiertos nos esperan siempre amantes.
 
Y los pobres de espíritu, afligidos,
y los arrepentidos
a ti claman: ¡Señor, misericordia!
Del trágico luchar cese el espanto;
alce tu cetro santo
al reino de la paz y la concordia.
 
Con tus bondades tu criatura sella:
¿por quién, sino por ella,
bajaste al mundo, Redentor sumiso,
y tu sangre purísima vertiste,
y muriendo le abriste
las puertas del cerrado Paraíso?
 
No sólo para mi tu gracia imploro;
su celestial tesoro
llegue a todos los míseros mortales:
sobre el haz de la tierra extremecida,
por el hierro oprimida,
pasan rugientes genios infernales.
 
¿Es Caín el que errante por la tierra
hace surgir la guerra
al salpicar la sangre de sus manos,
o es que del hombre el pecho empedernido
ha puesto en el olvido
tu palabra de amor: ¡Todos hermanos!
 
Descansen todos bajo enseña amiga:
que la dorada espiga
dé a todos de su seno el don fecundo;
broten del bien los puros manantiales,
y tienda, libre de tremendos males,
su red de amor y de justicia el mundo.
 
No entonces en Calvario luctuoso,
sino en Tabor glorioso
tu eterna Majestad se mostraría;
y adorando tus leyes, la criatura,
que formaste a tu hechura,
de nuevo en el Edén renacería.
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