Legendaria ciudad noble y sencilla:
las gentes sanas, las costumbres viejas,
los patios flores, las ventanas rejas,
mezcla de Andalucía y de Castilla.
Hay once templos en tus curvas calles,
en tu escudo hay palomas y lebreles;
desde lejos semejas cien bajeles
flotando sobre el césped de los valles.
En el único piso de tus casas
sobre haldudo tejado enrojecido,
jaramagos y yerbas han crecido
como humo verde sobre rojas brasas.
Canta un gallo en el patio su alborozo,
duerme la siesta en paz noble sabueso,
y sedienta paloma escarba el yeso
del desconchado del brocal de un pozo.
En tal patio de aspecto sevillano,
al pie del tinajón crecen las flores,
y en la sala dormitan los señores
mientras tocan sus hijas el pïano.
Tus calles polvorientas, retorcidas,
sedimento de tiempos medievales
nos hablan de costumbres patriarcales
durante mucho tiempo adormecidas.
Allá en La Popular semiapagada
surgen ecos de lírico desmayo:
es que cantan las niñas el ensayo
de la próxima artística velada.
En asientos de cuero recostados,
de El Liceo en la acera y en la puerta,
varios señores de hidalguía cierta
comentan el valor de los ganados.
Y por no dar quizá la nota extraña,
en el ibero Centro, no muy lejos,
entre café y tabaco, algunos viejos
juegan al dominó y hablan de España.
A tres ciudades quiero, las mejores:
Santander, donde vi mi primer día;
Madrid, sepulcro de la madre mía,
y Camagüey, solar de mis amores.