Mauricio Bacarisse

La Salomé de San Martín

Ante una calle vil y escueta,
al núcleo de una encrucijada,
San Martín yergue su silueta
torpe, blanquizca y desconchada.
 
 Como unas lenguas parlanchinas,
rompen sus címbalos volteantes
serenidades matutinas
con carrillones atronantes.
 
 Incienso y cristianas congojas
llenan el templo de humo y voces.
 
 Un eucalipto con las hojas
curvadas como verdes hoces
sobre el blanco muro del huerto
se alza ante un barrio podre y tuerto:
Burdeles y tabernas rojas.
 
 En las losas los cayados repican.
Los nudosos mendigos, lacras del cáncer patrio,
plasmados, gimotean y suplican
bajo los perifollos y platerescos de un atrio.
 
 Es un grupo de ciegos y tullidos
que, tras la oración, lanzan la blasfemia estrambótica
por sus belfos violáceos y torcidos
con un girar inútil de su turbia esclerótica.
 
 A coro mosconean su salmodia
deseando peculio y salud a las beatas.
Tienen sus voces dejos de parodia.
La animosidad surca sus vidas poco gratas.
Es gente que maldice porque odia.
 
 Frente al pórtico hay un puesto de flores
vernales. De los fétidos mantones y tabardos
se apagan los misérrimos hedores
con los blancos aromas de azucenas y nardos.
 
 Quien más riñe, gruñe y charlatanea
es Salomé, mendiga engañosa, ciega y chata,
que se acurruca en su silla de anea
y enciende los coloquios, discute y disparata.
 
 Su lenguaje es atroz como su facha.
Ama las libaciones con alcohol nauseabundo.
Es Salomé pintoresca y borracha.
Cuando ha bebido un poco, insulta a todo el mundo.
 
 Pide con voz descontenta y sabática.
Un plato de latón se engarza en sus falanges.
Su fea faz rememora, hierática,
a los ídolos romos de los bordes del Ganges.
 
 Esa mujer blasfema y despotrica
sumida en el castigo de sus tristes tinieblas;
en su ceguera el furor se fabrica
entre las azuladas aguardentosas nieblas.
 
 En el bisel de una arista del muro
el astro—rey se estrella en un reló gnomónico.
¡De tu retina el destino es mas duro,
Salomé, ver no puedes el sol rubio y armónico!
 
 La Miseria social se simboliza
en los denuestos acres que tu boca nos suelta.
La Materia se caricaturiza
en tus labios de esfinge y en tu nariz en delta.
 
 De mirra y de incienso un bautismo
unge a los mortales que en coro
rezan con tierno misticismo.
 
 Fingen constelaciones de oro,
sollozando su céreo lloro
los cirios del catolicismo.
 
 El eucalipto entre sus hojas
curvadas, como verdes hoces,
muestra sangrientas manchas rojas.
 
 Y se adormecen los feroces
dicterios de la mendicanta
que, bulliciosa y maldiciente,
nos emociona y nos espanta.
Y espera la hora de su fin
entre nieblas de aguardiente
la Salomé de San Martín.
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