En la sala lijosa del burdel repugnante
hay un enorme gato que duerme en la tarima,
unos muebles muy sucios, un reló sollozante
y un cromo de la Virgen con una cruz encima.
Al amor del brasero, un conjunto gregario
de grofas se calienta las manos ateridas,
esas manos que ofrecen un beso mercenario
en las encrucijadas de las calles perdidas.
¡Oh, los dedos dormidos como sierpes hipnóticas
recibiendo los besos cordiales de la lumbre,
garfios siempre propicios en las noches caóticas
—como las pesadillas llenas de pesadumbre—
a invitar a una gorja de miseria y de olvido!
Una vieja buscona, solemne, ha removido
las ascuas rutilantes con la negra badila,
y en un rojo arabesco, cual reptil retorcido,
se ha reflejado el fuego sobre cada pupila.
En la ceniza pálida hay ojos de animales...
Brillan los tizoncillos cual granates tallados,
y trazan unas grecas de audaces espirales
como en los laberintos de los damasquinados.
Las pobres diaconisas de la carne alquilona
tienen el alma hueca y los párpados bajos;
de cuando en cuando estallan en risa retozona
sacudiendo a compás sus gayos calandrajos.
Dividida en dos crenchas, corta a media melena
todas peinan igual la mata de cabello
que nimba tristemente el mohín de la pena
en sus rostros sedientos de lo justo y lo bello.
Los límites sociales son ruecas de cristal;
los hilos que se rompen ya no se anudan nunca.
¡No han de ser más que sapos de hediondo tremedal
aquellas que han entrado en la negra espelunca!
Muestran las pantorrillas de alabastro poluto
enfundadas en medias azules o rosadas.
Las cabezas morenas fingen rosas de luto
y las rubias recuerdan las custodias sagradas.
Enseñan las hileras de dientes carcomidos
en una algarabía de carcajadas cínicas,
porque una ancila vieja narra los sucedidos
en los tristes presidios y en las cruentas clínicas.
¡Palidez atroz
de polvos de arroz
que la faz armiña
de la que hace puerta!
A una sombra incierta
los ojuelos guiña
con dengue de niña
y tinte de muerta.
Trina en el dintel
con siseo igual;
parece un cimbel
en un tremedal.
¡Triste Necesidad, manantial de injusticias,
para dar el joyel de la trilla en las eras
el agro necesita un beso de inmundicias!
¡Las floridas ciudades necesitan rameras!
Nacen en las negruzcas malditas madrigueras,
como crecen las rosas en un estercolero,
los hijos de las sucias vitandas carcaveras.
¡Espigas que han brotado en medio de un sendero!
Y esos niños contemplan un cuarto desabrido:
la colcha de percal que rameada y roja
cubre un lecho de hierro desquiciado y vencido...
La Miseria doliente que repugna y enoja
es la eterna nodriza que amamanta mil veces
a esas larvas nacidas bajo infandos cobijos.
Son sus primeras letras epígrafes soeces
que ennegrecen ventanas, tabiques y escondrijos.
Tiernos espectadores de los abrazos zurdos
en los enjalbegados aposentos ingratos;
oidores del choclear de los zapatos burdos,
de pendencias y bullas, zambras y malos tratos.
Al son del garlar vil de la escuela del vicio
se les briza la cuna en las alcobas frías.
Mientras el niño duerme la madre hace su oficio.
¡Rosas de lupanares, niños de mancebías,
vidas que serán necias, ladronas e intranquilas,
hijos de la canalla, hijos del vicio pobre,
niños de las manflotas que tienen las pupilas
redonditas y oscuras cual monedas de cobre!
¡Borrad las jerarquías innobles y rastreras;
cortad un día rojo esos sociales cánceres
que producen enfermos, mendigos y rameras!
¿Por qué las degollinas no las hacen los mánceres?
En la sala lijosa del burdel repugnante
hay un enorme gato que duerme en la tarima,
unos muebles muy sucios, un reló sollozante
y un cromo de la Virgen con una cruz encima.
Suena en el umbral
un silbo alarmante
como el de un cristal
que rasga un diamante.
Aburrida y yerta
la hembra de la puerta
da bajo el dintel
su siseo igual.
Parece un cimbel
en un tremedal.