Marosa di Giorgio

Clavel y tenebrario (fragmentos)

A mi hermana Nidia

("...su nombre, Nidia, brilló en las
más altas torres por muchos años ".)

Cuando se dieron cuenta, la tragedia ya había empezado. Una nube vino, rápida, del sur, y se posó sobre la casa, negra, gris, de un blanco tenebroso, llena de granizos y silbidos, daba a ratos, su terrible uva.
         Y las aves, a punto de morir, caían sobre el patio. Las palomas charlatanas, ya, como papeles, como recuerdos; y los loros de alas de oro, que habían dicho grandes discursos, de pie, sobre el naranjo, bajaban más allá —sin ton ni son—, como ramos de flores multicolores.
         Parecía que era el final de todo.
         Las almas tenían miedo y espiaban por un resquicio, la rota eternidad.

                                                                     2

         A la medianoche, llegó el vendaval, al amanecer, los terribles vientos; pero, después, todo cambió; entre las pardas nubes, sobresalía el sol. Vinieron los polluelos; mamá empezó a contarlos, uno por uno. Los girasoles se movían un poco desconcertados. Pero, al final, dieron las doce. Entonces, mamá me dio el almuerzo, me puso la malla negra de las colegiales, la tiara con rubíes. Tomé el viejo camino de la escuela. Huían a mi paso, los naranjos, el muérdago, los jinetes de la noche anterior.

                                                                     3

         En las noches de enero, las diablas daban a luz, aquí cerca, y allá lejos, bajo sus negras melenas, sus largas pestañas.
         Los diablos, apenas nacidos, empezaban a hacer cosas atroces, malignidades, corrían por todo el campo, iban hasta la casa, pasaban el dormitorio, la cocina, volvían, de nuevo, volando hacia las diablas, que contemplaban con ojos impasibles, los juegos y los nacimientos.

                                                                     6

         Oigo a los perros de la infancia, allá en la remota propiedad, donde vivían los gladiolos de luz de luna, que, en la noche, caminaban como personas, pasaban todo el prado, iban hasta la casa, espiaban las cenas, el amor.
         La esplendorosa hoguera de los lirios, de las almas, la medianoche en que moríamos quemados, y la resurrección.

                                                                     33

         Es la aurora de oro, la albareda blanca, colmada todo de racimos y rocío, de aves y de uvas.
         Papá mira el jardín de papas, de espumosos repollos, las varas donde las arvejas burbujean como nardos.
         También están los enmascarados de la medianoche, los retrasados, el solo doncel con un murciélago en la boca, y la dama de miriñaque con el vestido amarillo armado sobre alambre y una capelina de otros cielos.
         Papá no quiere que estén allí, les ahuyenta, pero, ellos, hasta bailan un poco como desafiándolo, y luego, levemente, se van al horizonte.
...Anoto cómo empieza la mañana, y hago un dibujo de las apariciones.

                                                                     36

Papá,
esta mañana voy a recordarlo todo,
y, por sobre todo,
la vid azul,
los blancos habares,
por donde transitabas,
escondido y deslumbrante como Dios.

                                                                     112

         Al asomarme, te vi, rocío, y recordé el país de antes.
         Antes es el más hermoso país.
         Cuando por sobre todo, ponías tu blanca fantasía, tu oscura confitura; hasta los mágicos claveles guerreros amanecían con un copete de plata, velada su taza de rojo café, de canela ardiendo.
         Sobre la albahaca, el “diente de león”, las ciruelas, las milenarias hadas jovencitas que pululaban entre nosotros, allá, junto a los castaños y los robles.
         Tu bordadura de luna asustaba a las arañas, que quedaban inmóviles; alhelí sobre alhelíes; lirio sobre los lirios, lila de nieve. Por tus reflejos se perdía el rumbo de la escuela; llovías sobre las manos de mamá, que preparaba el desayuno, fuera, hacía los ramos —con su gran traje de baile y capelina—hacía las ensaladas de celeste lechuga y diabólico ají, las grandes ensaladas verdes y granates, con las cuales crecimos, vimos pasar los años y las clases, las muertes y las bodas, la vida de los cielos y la tierra.

                                                                     115

         Vi lo de siempre. Caballos vivos. Y caballos muertos; los esqueletos, totalmente, armados; pero, vacíos. Vacas vivas. Y vacas muertas, con las piernas levantadas hacia el cielo, como si aún esperaran una fecundación; pero, sólo venían las gallinas voraces del bosque, ratas y colibríes. En algún sitio, a lo lejos, los perros ladraban, hacía años que los perros ladraban en ese mismo sitio. Era un día de luna; una tarde inmensa y desierta.
         Mamá salió del hogar, mucho más hermosa que yo, con aquella sonrisa, tenuemente cínica, que le sentaba tan bien. Y un enorme vestido de gasa. Me dijo: —Me voy a casar, me voy a un baile. ¡Hoy es mi día!
         ...Pero, todo se desmoronaba, enseguida.
         Y las dos seguíamos sentadas, leyendo, tristemente, tras de un cristal.

                                                                     120

         Pasábamos sobre los jardines de fresas, de frutillas; en las ramas grises, esos labios rojos y peludos como sexos.
         La carroza iba por los senderillos de la fruta, hacia otra plantación, llevando una muñeca para mi prima.
         Recuerdo bien la conversación de la abuela, de mamá, la guardé en la memoria como en un álbum, y mi miedo, mi ansiedad, por aquella caja envuelta en papel de gasa, por el ser quieto y bello, que iba dentro.
         Pero recuerdo todo el viaje y nada más. Como si antes de llegar me hubiera muerto.

                                                                     121

       Hay diversos tipos de diablas. Las llamadas “catalinas” son de ojos azules y pestañas muy largas; las “teresitas” usan mantón marrón. Se embarazan muy fácilmente; seguido, se ven nuevas carnadas de diablos; por todos lados aparecen sus nidadas. Los hijos pequeños vuelan por los cielos altísimos y por el suelo; vuelan y brillan, cubiertos de papel de bombón, papeles de estrella.
         Ya, conté que mi abuela ponía tramperos y los cazaba a centenares.
         Por años comimos guisado de diablo.
         Quisiera explicar el fascinante gusto y es muy difícil; una fragancia a muerto mechado con diamelas.

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