Mario Santiago Papasquiaro

Un resplandor en la mejilla

Y Utopía fue el veterinario,
el hombre feroz, la vieja en silla de ruedas cercada por sueños,
y los personajes de los sueños incompatibles se fueron masacrando
uno tras otro, hasta dejar un stock de pesadillas vacía.
Y Utopía fue un reflejo opaco en el interior de un vegetal.
Vitrinas, maniquís desnudos, ebrios tirándoles besos a las nubes.
Un laberinto de escaleras eléctricas por donde vagaban
unos niños extraviados que tenían e corazón maravilloso
hasta la náusea.
 
¿De todo eso que vi realmente? ¿Con qué ojos tremendos
contemplé el olor puro de aquella muchacha sencillamente
parada en la entrada de un circo? Sólo recuerdo
haber estado demasiado tiempo en un cuarto blanco leyendo novelas
policiales; casi toda mi vida mientras tú me mirabas desde
una ventana redonda, como de baño público, y
los adolescentes se reían como si acabaran de salir del desierto
con los bolsillos llenos de dinero gratis.
 
Dinero gratis, dinero gratis, amor gratis, un resplandor
inconcebible en la mejilla. Soñadores transformándose a sí mismos
pero incapaces de convencer a una muchacha de que la aman.
Nubes gratis y vacías, restaurantes gratis y vacíos,
automóviles fríos rumbo a las playas doradas del Pacífico,
visiones de Michelangelo para todos, ojos que se cierran
con la velocidad de la luz, y su armonía, estrépito de cisnes,
estrépito de humedad.
 
Comida gratis, bebida gratis, lluvias divertidas
e interminables como las novelas de Victor Hugo.
Hospitales gratis, desiertos gratis, animales gratis, deseos
de caminar sobre las manos, de ponerse una corona de espinas
eléctrica y luminosa.
 
Blue—jeans rayoneados de ternura, escenas de teatro
en la orilla del mar prolongadas hasta el infinito, tres años
de asco y amor, tres años de enfermedades infantiles
enmierdadas con precisión, y los duros arbolitos, pero
los duros arbolitos, mientras los duros arbolitos
como lanzas florecían.
 
Y gemí, y dije ya no sé qué decir, la oficina está vacía,
los submarinos explotan como fetos en las fosas del Atlántico,
alguien me acaricia el pelo y dice que ya está igual de largo
que el suyo, y yo tuerzo el cuello como un solitario cigarrillo
aplastado en la noche enorme y la miro, esperando volver a sentir
en los párpados la tibia obsidiana de los sueños, cuando en
las mañanas nos abrazábamos sin querer despertar, perdidos
en las llanuras de escamas, mientras cae nieve y el frío sonríe
desde un cenicero absolutamente limpio, y no queremos despertar,
y no sabemos qué decir: los labios partidos,
la cara blanca del invierno manchada de lipstick.
 
La velocidad se detiene, mira hacia todas partes, enloquece
a las fechas. Un anarquistoide muerto bajo las ramas
plateadas de un sauce. Encima de él la primavera violeta. Fuera
de ese cuadro una muchacha sueña renacimientos atroces.
 
Y está bien, está bien, ya púdose prender la chimenea y cerrar
puertas y ventanas. Ningún brillo va reemplazar nada.
No habrán formas de arder que completen esta nube cargada de lluvia
No habrá viento contra este resplandor acuático. Ni callejones violetas
ni suaves caderas antiguas. Ese jaleo al subir las mil escaleras
del ojo abierto: automóviles llenos de Sol estacionados
en todas las esquinas de tus venas. Una sonrisa sin
contexto, una mano crispada fuera de la foto.
 
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