Mario Benedetti

Siesta

Nicolás siempre había sabido los datos verdaderos de aquel personaje singular, pero el nombre de guerra era Gabriel y así había que nombrarlo. Alguna vez (de eso hacía ya un par de años) habían hablado largamente y sus diferencias de criterio habían quedado en claro. Definitivamente, Nicolás no creía en las posibilidades de la lucha armada, y Gabriel, en cambio, había decidido jugarse la vida en ese rumbo. De todas maneras, ya desde aquella lejana ocasión, a Nicolás le había asombrado la profundidad de su análisis, la lucidez pragmática y la capacidad de comprender al prójimo, que se escondían tras la apariencia rústica, los gestos elementales y la verba apenas murmurada de aquel hombre, ya cuarentón, que le exponía sus razones sin la menor esperanza de convencerlo.
     Cada dos o tres meses se encontraban en sitios inesperados (siempre propuestos por Gabriel), en apariencia los menos adecuados para alguien que andaba clandestino. Pero Gabriel fundamentaba esa actitud: jamás estarás tan oculto como en medio de la multitud. En uno de esos encuentros, se atrevió a decir: Ya sé lo que pensás y también sé que no vas a cambiar, pero sólo quiero preguntarte si estarías dispuesto a ayudarnos, haciendo algunas cositas que, por razones obvias, vos podés hacer y nosotros no. Si no te parece bien, te aseguro que nada va a cambiar entre nosotros. Amigos como siempre. Nicolás pidió veinticuatro horas para pensarlo, y luego de pedir datos adicionales, respondió afirmativamente.
     En razón de su trabajo, que tenía que ver sobre todo con transacciones comerciales con el exterior, Nicolás viajaba con frecuencia a Europa, a los Estados Unidos, a países del Tercer Mundo. Lo que le pedía Gabriel era que, en algunas de esas salidas, llevara, convenientemente camuflados, mensajes o documentos o pasaportes en blanco, que debía entregar a determinados contactos, o a veces simplemente despachar en un correo específico. El riesgo estaba realmente en la salida, pero la corriente actividad de Nicolás, con sus normales y regulares salidas de Carrasco, lo situaba más allá del bien y del mal.
     Para la entrega de aquellos encargos, Gabriel había diseñado otra táctica, cambiando la muchedumbre por la siesta. Sostenía que en el verano todo el país dormía su siesta, incluidos tiras y policías varios. De modo que citaba a Nicolás en cafés de barrio, que a esa hora tenían escasos parroquianos. Ellos pedían un cortado y un chop, siempre lo mismo, como si se tratara de piezas de un ritual, conversaban un rato para no llamar la atención, pero ya no discutían de variantes o contradicciones ideológicas, sino de fútbol o cine o de mujeres. Y cuando el mozo volvía a la barra y les daba la espalda, Gabriel deslizaba el paquetito, que Nicolás metía en su portafolio. Y en medio de un comentario, por ejemplo, sobre la Copa Libertadores, Gabriel musitaba: son pañuelos o es turrón o son caramelos.
     Nicolás había ido entregando regularmente los paquetitos en París, en Amsterdam, en México, en Bombay, en Lima. Casi siempre acudían receptores que estaban tensos y miraban sin disimulo a diestra y siniestra, como alimañas perseguidas por los dueños del bosque. Casi nunca hablaba con ellos, en primer término porque no habría sabido de qué, y en segundo, porque ellos desaparecían casi de inmediato, tras un saludo sumarísimo o tajante.
     Esa vez Gabriel había hecho que lo citaran en un cafecito de la calle Marmarajá, a las tres de la tarde. La norma obligatoria de esos encuentros era la más estricta puntualidad, así que a Nicolás, cuando se iba acercando, no le sorprendió que, con absoluta simetría, Gabriel viniera, pero en sentido contrario, por la misma calle. Llegaron casi juntos a la puerta del café. Miraron hacia adentro y el espectáculo los dejó estupefactos. Había sólo dos clientes, cada uno en una mesa distinta, pero ambos dormidos y con la boca abierta. Lo más asombroso, sin embargo, estaba en el mostrador. Un hombre fornido, que tenía todo el aspecto de ser el dueño, se había reclinado junto a la caja (por si las moscas) y, con la cabeza apoyada sobre los brazos cruzados, también dormía y de vez en cuando emitía un discreto resoplido. Todo era allí paz y bochorno. Sólo unas moscas revoloteaban alrededor de una fuente con croasanes. Gabriel sonrió, divertido, y apenas murmuró: Sería un crimen despertarlos, ¿no te parece? Nicolás asintió con la cabeza. El otro le pasó un sobre. Es una colección de postales. Luego le dio una palmada en el hombro, dijo chau y se fue caminando despacio en dirección contraria a Agraciada. Nicolás también se fue por donde había venido, pero al cabo de unos metros se dio vuelta y miró hacia atrás. Gabriel, que ya estaba en la otra esquina, levantó un brazo, a modo de saludo pero sin volver la cabeza, y siguió su camino. Para Nicolás fue la última imagen de Gabriel.
     Dos días después abrió el diario y se encontró con el rostro, estático, sin vida. Lo habían seguido hasta un café de 8 de Octubre, lo esperaron a la salida, le dieron la voz de alto (eso al menos decía la crónica), él había sacado el arma con rapidez, no tanta sin embargo como para evitar que lo acribillaran.
     Cuando, quince días después, Nicolás entregaba la colección de postales en el aeropuerto de Frankfurt, la muchacha de vaqueros y campera verde, que vino a recibirlo, dijo gracias y se echó a llorar.

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