Mario Benedetti

Meridianos: Como Greenwich

—Usted no es mallorquín, ¿verdad?—dice la adolescente desde la mesa vecina.
   —¿Cómo? ¿Qué?—se sobresalta Quiñones y casi se atora con el jerez seco.
   —¿Lo asusté?—La muchacha no parecía burlona sino divertida.
   —Me tomó de sorpresa, lo reconozco. Aquí en Palma no me conoce nadie. Estoy de paso.
   —Así que no es mallorquín. Ni siquiera español.
   —Quememos etapas en la investigación: soy argentino.
   —Me parecía.
   —¿Por qué?—Quiñones se fija más detenidamente en la chiquilina, de pantalones oscuros y blusa blanca, poco formada aún pero con futuro.
   —No sé. Por la raya del pantalón, por la manera de encender el fósforo, por el modo de mirar a las mujeres.
   —Todo un progreso. Antes sólo nos conocían cuando decíamos yuvia, caye, yorando.
   —Yo diría que tiene cuarenta y tres.
   —Cuarenta y uno.
   —¿Se quita años?
     Las maneras descaradas de la muchacha tienen cierta originalidad. Quiñones se siente a gusto.
   —Yo soy uruguaya. Tengo catorce.
   —Está bien.
   —¿No le interesa?
   —¿Por qué no? Pero la verdad es que en estos últimos años no es extraño encontrar rioplatenses en Europa.
   —Me llamo Susana. ¿Y usted?
   —Quiñones.
     Susana había pedido una limonada pero aún no la había probado.
   —Se le va a calentar esa limonada. No olvide que estamos en agosto.
   —No me caen bien las bebidas heladas.
     Rodea el vaso con una mano para medir su temperatura, pero tampoco ahora se decide.
   —¿Le gustan todas estas suecas y holandesas y alemanas que desfilan aquí en el Borne y usted contempla con fascinación?
   —Bueno, depende. Hay holandesas y holandesas.
   —¿Cuáles le atraen más? ¿Las de pechitos gráciles o las de celulitis?
     Quiñones la mira intrigado.
   —¿Dónde aprendiste semejante vocabulario?
   —Ah, nos tuteamos, qué bien.
   —Sí, claro.
   —Bueno, no soy analfabeta.
   —Yo diría que más bien demasiado alfabeta para tus catorce.
     Susana queda callada, mirándose los brazos delgados, como si examinara la piel poro a poro.
   —Siempre que tomo mucho sol me salen pecas.
   —A mí también—asiente Quiñones, por decir algo.
   —El dúo Los Pecosos. ¿Sabés cantar?
   —Desafino como un gallo sordo, ¿y vos?
   —Yo desafino como cualquier violín.
   —No hay que generalizar. Hay violines que.
   —Todos desafinan. Si lo sabré. Mi tío era violinista y maullaba todo el santo día. O sea que suspendemos lo del dúo.
   —¿Por qué decís era violinista? ¿Ya no lo es?
   —Ahora es carpintero. Desafina con el serrucho. Cosas del exilio.
   —Ah, sos exiliada.
   —Claro.
   —No tan claro. Hay uruguayos y argentinos que no son exiliados.
   —La mitad por lo menos lo son.
   —Pero la otra mitad...
   —Hijos de exiliados. Yo en realidad pertenezco a esa segunda mitad. ¿Y vos?
   —A la primera.
   —¿Cuánto hace que saliste de Buenos Aires?
   —De Tucumán. Buenos Aires no es toda la república.
   —Ta bien.
   —Cuatro años.
   —¿Y qué haces en Palma?
   —Ahora estoy de vacaciones, pero normalmente vendo. Vendo publicidad. En toda España.
   —Qué interesante. Yo vivo en Alemania.
   —¿Y qué tal?
   —Bien. Son alemanes.
     Quiñones sonrió y aprovechó para tomar un traguito del jerez.
   —Decime un poco, ¿por qué empezaste a hablarme?
   —No sé. Quizá porque no te conozco.
   —¿Ganas simplemente de hablar?
   —No exactamente. En realidad, tenía que decirle a alguien que pienso suicidarme. Es demasiada noticia para llevarla a solas.
     De pronto la muchacha se había puesto seria. Quiñones tragó de nuevo, pero sólo saliva.
   —¿Viniste sola a Palma?
   —No. Con mi viejo.
   —Menos mal.
   —Y con una amiga de mi viejo. Dentro de un rato vendrán a buscarme.
   —¿Y tu mamá?
   —En Alemania. Hace tiempo que no están juntos. Ella también tiene un amigo, un compañero, qué sé yo.
   —¿Es por eso que querés suicidarte?
   —Ah, lo creyó.
   —¿Era una broma?
   —Nada de broma. Pero pensé que nadie me lo creería.
     No, no es por eso.
     Él volvió a mirar la procesión de turistas. Por lo general, se quedaba aquí, en las mesitas exteriores del café Miami, por lo menos hasta que veía llegar la camioneta con los periódicos de Madrid. Entonces cruzaba hasta el quiosco y compraba dos diarios y alguna revista, a fin de no perder contacto con el mundo.
   —¿Vas a contarme más?
   —Puede ser. Parecés buen tipo. A pesar de ese nombre horrible, Quiñones.
   —¿No te gusta?
   —Francamente, es asqueroso. Claro que lo importante no es el nombre. ¿Sos buena gente o no?
   —Creo que sí.
   —Entonces sos. Si no lo fueras, habrías dicho que estabas seguro.
   —Tenés tus métodos vos.
   —Y sí. Hay que revolverse.
     El camarero pasa con la bandeja vacía y Quiñones aprovecha para pedirle otro jerez.
   —Ese debe tomarme por un corruptor de menores.
   —O a mí por una corruptora de mayores.
   —Que también las hay.
   —Seguro. ¿Estuviste preso vos?
     Volvió a sobresaltarse. Para disimular se quitó los lentes y empezó a limpiarlos con el pañuelo sucio.
   —Tres años.
   —¿Estás solo en España?
   —Solo.
   —¿No tenés mujer ni hijos?
   —Mujer. Pero acordate de que la que quiere suicidarse sos vos y no yo.
   —Tenés razón. Pero me parece que no me tomás en serio.
   —Te lo digo de veras. Quisiera no tomarte en serio. Sería más cómodo. Pero no.
   —¿No te extraña que quiera suicidarme en edad tan temprana?
   —Si pudieras hablar en un estilo menos periodístico, te lo agradecería. No, no me extraña.
   —Nadie lo sabe.
   —¿Cómo nadie? Yo lo sé.
   —Pero vos no vas a traicionarme. Digo, me parece.
   —¿Por qué no hablás con tu padre?
   —No entiende un corno.
   —¿Y yo entiendo?
   —No estoy segura. Estoy probando, nada más. Sos bastante viejo para entender, pero tenés ojos jóvenes. Así que a lo mejor.
   —Gracias por ese margen.
   —¿Cómo tengo yo los ojos?
   —De desconcierto.
   —Vos también tenés tus métodos.
   —Y sí. Hay que revolverse.
     Ella se pasa las manos por los pantalones, en un gesto no premeditado, casi ritual.
   —¿Alguna vez probaste drogas?—deja caer Quiñones con el tono más natural del mundo.
   —Sí, pero no sirven. No se acostumbran a mí, ni yo me acostumbré a ellas. Incompatibilidad de caracteres.
   —Mejor para vos.
   —O peor, no sé. Lo cierto es que no marchó.
     Quiñones registra la llegada de la camioneta y la descarga de los diarios madrileños, pero no se levanta, más tarde habrá tiempo. Por ahora permanece aquí, junto a la muchacha.
   —¿También tu padre estuvo preso?
   —Ajá.
   —¿Lo pasó mal?
   —Ajá. Además, no me llamo Susana.
   —No me digas.
   —Me llamo Elena.
   —¿Y eso?
   —No sabía si podía confiar.
   —¿Y ahora?
   —Ahora creo que sí.
   —Pues yo, lo siento mucho, me sigo llamando Quiñones.
   —Lástima. Con la esperanza que tenía de que también fuera falso.
   —Sorry.
   —¿Nunca tomás precauciones?
   —A veces sí. Pero no tenés pinta de agente de la CIA.
     Quiñones se decide a inaugurar la segunda copa de jerez.
   —¿Qué tal? ¿Está bueno?
   —Sí.
   —Nunca he probado jerez.
   —¿Querés que te pida uno?
   —No. El alcohol me da urticaria. El alcohol y los tangos.
   —Decime, ¿tengo que preguntarte los motivos de tus ganas de suicidarte?
   —No son ganas. Es una decisión.
   —Una decisión se toma por alguna causa.
   —¿En qué quedamos? ¿Me vas a preguntar?
   —Bien, ¿por qué tomaste esa decisión?
   —Cóctel de causas. Mi viejo, mi vieja, la amiga de mi viejo, el amigo de mi vieja, lo que ellos y otros cuentan de allá, lo que yo y otros encontramos acá.
   —¿Dónde es acá?
   —Alemania, Europa, todo este camping. ¿Te gusta leer?
   —Sí, pero no soy fanático.
   —¿Música?
   —Ídem. ¿Y a vos?
   —Ídem ídem. Pero qué importa.
   —¿Por dónde vas a empezar?
   —Por el principio, como los clásicos. Cuando vinimos a Europa, rajados, rajadísimos, yo tenía ocho. Mi hermano en cambio sólo tenía dos.
   —Así que tenés un hermano, qué sorpresa.
   —¿Por qué sorpresa?
   —Habría jurado que eras hija única.
   —En realidad, tengo taras de hija única. Pero además tengo un hermano. Él no se acuerda de nada. Era muy chico. Yo sí me acuerdo. Una casita de dos plantas, con jardín, en Punta Carretas. ¿Conocés Montevideo?
   —Estuve sólo dos veces, hace mucho. Pero sé donde está Punta Carretas. El faro, y todo eso.
   —Te aclaro que desde mi casa no se veía el faro. Sí se veía la cárcel.
   —Lagarto lagarto.
   —Cuando llegamos a Alemania los viejos todavía estaban juntos. Juntos pero nerviosísimos. Discutían por todo. Menos mal que de noche hacían el amor.
   —¿Te consta, lo imaginabas o los espiabas?
   —Me consta el ruido que hacía el elástico de la cama. Para mí esa señal era importante, no como precoz curiosidad sexual, entendeme bien, sino como prueba de que se necesitaban. Soy una tipa normal, después de todo, y quizá por eso no me gustaba que aquello se rompiera.
   —Pero se rompió.
   —Discutían muchísimo, sobre todo sobre política. Son de izquierda los dos, pero la cagada es que no militan en el mismo grupo. Así que se echaban mutuamente las culpas de la derrota. Yo entendía poco. Era desagradable. A veces me tapaba los oídos pero igual los oía. En cambio mi hermano lloraba a grito pelado y al final tenían que callarse para que él se calmara.
   —¿Tu hermano también está en Palma?
   —No. Quedó con la vieja. Nos repartimos. Uno y una.
   —¿Y qué más?
   —Así pasaba el tiempo, hasta que de pronto una noche la cama no hizo ruido y me di cuenta de que aquello estaba fatal. O sea que no me tomaron de sorpresa la tarde en que consiguieron impulso para decirme mirá nena, tenés que comprender, son cosas de la vida, papá y mamá se van a separar, etc. Lo peor fue el etcétera.
     Elena, ex Susana, toma por fin media limonada, mientras Quiñones sucumbe a un bostezo incontenible.
   —¿Te aburro?
   —No, muchacha, es el calor.
   —Mirá que si te aburro, dejamos. ¿Sabés por qué te cuento toda esta historia patria? Porque nunca más nos vamos a ver.
   —¿Tan segura?
   —Sacá la cuenta. Pasado mañana nos vamos y yo acabaré dentro de unos días. No lo hago aquí, porque los trámites serían más complicados para el viejo, y además no quiero arruinarle la vacación. Así que esta conversa es un chau al mundo.
   —Primera vez que me siento mundo.
   —Después el viejo se arregló con esa amiga, o compañera, qué sé yo, que es compatriota, no faltaba más, y la vieja se arregló con su amigo o compañero, también compatriota, qué te crees. Todo queda en casa. La patria o la tumba. Ellos la patria y yo lo que sigue.
   —¿Y ahí hay muchos compatriotas?
   —Unos cuantos. Se visitan y hablan todo el tiempo de allá. Que allá hay miseria y desempleo, que allá clausuran diarios, que allá prohíben canciones, que allá confiscan libros, que allá persiguen, que allá torturan, que allá matan.
   —Así es.
   —Ya lo sé. Pero es como una noria, sobre todo para los que no vivimos todo eso, sino que simplemente lo escuchamos. Y de a poco vamos odiando aquel allá. Digo nosotros, los que vinimos chicos. Pensá que en Alemania mi viejo puede trabajar tranquilo, mi vieja también, y no los matan ni torturan, y los jóvenes estudiamos y tenemos amigos.
   —¿Y esas bellezas qué tienen que ver con tu proyecto?
   —Paciencia, Quiñones.
   —Escucho.
   —Un día mi hermano, que ahora tiene ocho años, o sea los mismos que yo tenía cuando vinimos, se paró frente al viejo y le dijo que nunca más iba a volver al Uruguay, ¿qué te parece? El viejo casi se cae de culo. Y antes de que le preguntaran por qué, mi hermano le dijo que aquel país era un país de mierda, y ahí el viejo perdió el casi y se cayó de culo. Te sintetizo las conclusiones para no aburrirte: quienes lo habían convencido de todo eso eran precisamente el viejo y la vieja y los demás de la tribu oriental. ¿Sabés lo que pasa? Hablan y hablan, discuten y gritan como si no existiéramos, como si fuéramos rocas y no esponjas. Pero somos esponjas. Absorbemos.
   —¿También vos sos esponja?
   —Sí, pero un poco distinta. Vine más grande que mi hermano, así que por lo menos me acuerdo del jardincito de la casa de Punta Carretas. Pero entiendo a mi hermano y creo que su argumento tiene fuerza.
     La muchacha habla con rapidez, se ha animado, y a Quiñones le gusta el brillo inquieto de aquellos ojos verdes. Se siente en la obligación de decir algo alusivo.
   —¿Querés que te diga una cosa? Si por casualidad no llegás a suicidarte, cuando tengas cinco años más vas a hacer estragos en la juventud masculina.
     Ella resopla, divertida.
   —¿En la juventud masculina de la RFA?
   —En cualquier juventud masculina.
   —Ahora me doy cuenta de que es un piropo. No te estarás enamorando de mí ¿eh?
   —No, mija, quédese tranquila. Seguí nomás.
   —Aunque recuerde el jardincito, eso no alcanza. No soy tan categórica como mi hermano. Pero yo tampoco pertenezco realmente a lo de allá. Puede ser que a Punta Carretas, pero no a todo el país, ni siquiera a toda la ciudad.
   —Eso quiere decir que te sentís alemana.
   —Ni pensarlo. ¿Me ves asimilada a la Kartoffelnsalat?
   —Perdón, a mí me gusta.
   —Los porteños son distintos.
   —Tucumanos.
   —Son distintos.
   —¿Y por qué no te sentís alemana? ¿No hiciste aún buenos amigos, amigas?
   —Jawohl. Buenos amigos, buenas amigas, buenos perritos, buenos gatitos, pero hasta los gatitos saben que nunca seré alemana.
   —¿Hablás con acento?
   —Hablo un alemán mejor que el de Willy Brandt. Pero me falta el otro acento.
   —¿Cuál? ¿El del espíritu?
   —Por dios, no seas tan cursi, me da náuseas.
   —Perdón, perdón. Pero ¿cuál es entonces ese otro acento?
   —El otro, y chau. ¿Acaso hay necesidad de ponerle nombre? Ves, ése es un síntoma de que, pese a los ojos jóvenes, tenés efectivamente cuarenta y pico. Pertenecés a una generación que a todo le pone nombres.
   —Exactamente. La generación del diccionario. ¿Y?
   —La historia no es tan simple.
   —Ya lo veo.
   —A veces vivo con la vieja y su amigo. Me cae bien el ciudadano. Paternalista pero honrado. Otras veces vivo con el viejo y su Rosalba. Digamos que ella me cae menos bien. Admito que son prejuicios, nada más.
   —Y nada menos.
   —Pero entre medio hogar y medio hogar, me siento algo así como deshogarada.
   —¿Y ése es finalmente el motivo?
   —Paciencia, Quiñones. Cuando se van los unos, me quedo en casa de los otros, y viceversa. Pero una vez se fueron los cuatro, más bien los cinco, porque también viajó mi hermano. Dos hacia el Este, tres hacia el Oeste. Y yo quedé en el medio, como Greenwich. Toda una gran ciudad a mi disposición. Primera vez. Y entonces ocurrió.
     Quiñones percibe que la muchacha ha perdido algo de su postura de Diana siglo XX.
   —¿Qué ocurrió?
   —Poca cosa—dijo ella con voz opaca—. Me violaron.
   —¿Qué decís?
   —Me violaron, Quiñones. Venía sola, de noche, y un tipo enorme salió de pronto de las sombras. Igual que en las películas. Un clásico. Me llevó a los tirones hasta una obra en construcción. Con su manaza me tapaba la boca. Un gesto inútil, porque yo estaba muda de pánico, ni siquiera entreví la posibilidad de pedir auxilio. Cumplió su trabajo, se ve que tenía experiencia. Para mí fue un estreno jodido. Y fijate lo que son las cosas. Mientras duró aquella porquería, de lo único que me acordaba era del ruido del elástico en la cama de los viejos. Ridículo ¿eh? Además, el tipazo decía cosas que yo no entendía. No era alemán.
   —¿Qué era?
   —Imposible saberlo. Hablaba como en gorgoritos. Pero unos gorgoritos roncos. No sé explicarme. Bastante horrible.
   —Te explicás perfectamente. ¿Y qué hiciste después?
   —Cuando el señor se dio por satisfecho, me dio un golpe bastante duro y salió corriendo. Me levanté como pude, estaba toda magullada y sangrante, pero nada grave, así que pude llegar hasta mi media casa, la de la vieja, que estaba sólo a dos cuadras, y claro, no había nadie. De modo que nadie se enteró. Nadie se ha enterado todavía. Bueno, vos. Sos el primero.
   —Pero ¿cómo no se lo contaste ni siquiera a tu madre?
   —¿Para qué?
   —Debía haberte visto un médico.
   —Quizá, pero no me gustan esas revisaciones. Durante un tiempo tuve la preocupación de haber quedado embarazada. Y fui entonces que lo decidí. Quiero decir el suicidio.
   —Pero si no quedaste.
   —Claro que no. Por eso lo decidí. Si quedaba embarazada, tenía que vivir. Por el niño y todo eso ¿entendés? Y en ese caso no me habrían importado los problemas familiares, sociales. Ah, pero si no quedaba, tenía que liquidarme.
   —No entiendo nada.
   —Me imagino. Por eso es que no lo he contado a nadie. Pensé que vos, por aquello de los ojos jóvenes. Me equivoqué.
   —Pero Susana, Elena, qué sé yo. Escuchame un poco.
   —No sé si te habrás dado cuenta de que no lloro, nada más que para que no te lleven preso. Por molestar a una niña.
   —Gracias. No sabés cómo aprecio el gesto. Pero escuchame.
   —No es tan complicado. Allá no pertenezco. Aquí no pertenezco. Y encima me ataca y me viola alguien que no es de aquí ni de allá. A lo mejor era un marciano. Y ni siquiera me hace un hijo, que por lo menos sería de aquí.
     O de allá. O de samputa, para llamar de alguna manera la desconocida patria del bestia. Me hago un nudo, como ya te habrás dado cuenta.
   —¿Y si empezamos por deshacer el nudo?
   —No se puede. O quizá, a esta altura, no quiero.
   —Se puede probar, por lo menos.
   —¿Pero no entendés? Desde aquella noche, estoy como fuera de todo, como al margen. ¿Ves a todos esos suecos, holandeses, alemanes, que desfilan, aburridos y rojos, frente a nosotros? Bueno, me importan un pito.
   —Tampoco a mí me importan. Y no me violaron.
   —Sí, reconozco que fue un argumento flojo. Pero también veo a mi madre y al compañero de mi madre, a mi padre y a la amiga de mi padre, y hasta a mi hermano y a mis amigos uruguayos y a mis amigos alemanes, y tampoco me importan. Porque estoy afuera. Me han dejado afuera. Como se deja un objeto. Un objeto usado, averiado, para el que no hay repuestos.
   —Acordate que dijiste que no ibas a llorar.
   —Para que no te lleven preso. Tendrías que apreciar el sacrificio, porque en realidad tengo unas ganas bárbaras de llorar.
   —Sin embargo, hay una cosa que para vos tendría que ser reveladora. El solo hecho de que estés haciendo pucheros, de que tengas esas bárbaras ganas de llorar, eso significa que no estás fuera, que no estás al margen. Si realmente estuvieras al margen, te sentirías seca, más aún, reseca.
   —¿Y vos cómo lo sabés?
     Quiñones ha tomado un cigarrillo y trata de encenderlo, pero la operación demora un poco porque al fósforo le ha dado un inexplicable temblor.
   —¿Cómo lo sé, eh? Porque yo sí he estado seco. Reseco.
     Ella hace otro puchero, pero ya no de catorce sino de cinco años. Se domina otra vez y por fin acaba con la limonada. Va a decir algo, pero Quiñones percibe cómo de pronto cambia de expresión, cómo se pone una máscara.
   —Ojo, ahí vienen.
     Todo un anticlímax. Porque el viejo y una mujer que seguramente es la Rosalba, se acercan con los grandes e inútiles pasos de la gente que llega tarde a una cita.
   —Ah, qué suerte que estás aquí—dice Rosalba respirando fuerte—. Teníamos miedo de que te hubieras cansado de esperarnos.
   —Se nos hizo tardísimo—aclara el viejo—. No podemos ni siquiera sentarnos a tomar algo fresco. Estamos citados en el hotel con los Elgueta, aquellos chilenos ¿te acordás? que conocimos la otra noche en Barcelona.
   —Papá, Rosalba—dice la muchacha mientras va recogiendo sus cosas—. Les presento al señor Quiñones. Es un argentino de Tucumán.
   —Encantado—dicen al unísono Quiñones, el viejo y la Rosalba.
   —Ha sido muy amable el señor Quiñones—agrega la muchacha—. No sólo me ha hecho agradable la larga espera, sino que me ha convencido de que no me suicide.
     Rosalba sonríe, un poco desorientada, pero el viejo lanza una risotada.
   —Señor cómo dijo...
   —Quiñones.
   —Señor Quiñones, le pido disculpas por esta hija. Las cosas que dicen los jóvenes.
   —Yo la encuentro inteligente y simpática.
   —Es usted muy amable—agrega el viejo—. Pero ahora la llevamos y usted verá qué paz.
   —Gracias, Quiñones—dice la muchacha.
     Como el viejo y Rosalba están ahora atentos a la aparición de un taxi, aprovecha a llevarse dos dedos a los labios y soplarle a Quiñones un beso clandestino.
   —Por favor, tenemos que irnos—insta el viejo, esta vez con cierta angustia.
   —Sí—dice Rosalba—. Tu padre tiene razón. Vamos, Inés.

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