Mario Benedetti

Llamaré a Mauricio

Aliiiirio. Aliiiirio Bengoa. Demasiado clamor para ser escuchado a las siete y media de la mañana. Pero allí está el hombre, agitando los brazos desde la vereda de enfrente y gritando Aliiiirio, mientras los autobuses y los camiones pasan entre él y yo. Y yo, que efectivamente soy Alirio Bengoa, no consigo enterarme de quién es el gritón.
     Cuando el semáforo se pone rojo, el tipo cruza corriendo entre un auto y un camión que han frenado, y antes de que yo intente el menor ademán de esquive o de defensa, me aprisiona en un abrazo que no deja lugar a dudas, ni tampoco espacio para respirar.
     Sólo entonces lo reconozco, no precisamente por su voz o el estilo de su efusión, sino por el fogoso aliento que me da justo en la oreja. Es Mauricio, claro. Mauricio Lemos. Por lo menos quince años sin vernos. En su aspecto actual viene a ser como un tío gordo de aquel Flaco Mauricio que trabajaba en el Banco.
     Exige que tomemos un café, un cortado, una cerveza, cualquier cosa con tal de que yo no me escape. Son quince años, viejo, y vos estás igualito, alguna canita aislada y nada más, cómo hacés para mantenerte así, porque vos tenés como cuarenta y pico, ¿no? Y siete. Ya lo decía yo, ya lo decía, y sin embargo nadie te da más de cuarenta y seis. Se ríe con gran estrépito, porque está convencido, como siempre, de que su chiste es campeón.
     Yo sonrío, solidario o idiota, no sé bien. Y claro, vamos al café. Hago un gran esfuerzo por recordar el nombre de su mujer. ¿Y Maruja? Olvidada, che, olvidada, después vino Carlota. ¿Y qué tal? Olvidada, che, olvidada; ahora estoy con Sandra. ¿Olvidada? Estás loco, Sandra es una joyita, no chafalonía como las otras, Sandra es oro macizo. Hago un gesto ambiguo, inmotivado, busco el pañuelo en el bolsillo trasero y limpio minuciosamente los lentes, que por supuesto no estaban empañados. En realidad no sé qué hacer, qué decir, qué esperar de este Mauricio que lo recuerda todo. Entre risas y muecas enumera mis éxitos, mis fracasos, mis amores, mis inquinas, todo lo sabe, incluso cosas de las que ya no me acuerdo.
     Así que estuviste exiliado, ¿dónde? No me digas que se te escapó ese dato fundamental. Bueno, sé que estuviste en México, Francia, España. Bueno, te falta Holanda. Tenés razón, me falta Holanda. Le pregunto por su salud, de algo hay que hablar. No sólo me falta Holanda, también me falta medio estómago. Y se ríe con ganas. Un tumor, un asunto feo, pero ya ves, sobrevivo, y aquí estoy, no sé por cuánto.
     De pronto su euforia se diluye. Sus mejillas, tan rozagantes, se agrisan. Estoy jodido, Alirio, me queda poco. Su sollozo no es estridente. Tampoco ahora sé qué hacer. Lo último que esperaba era descubrir que este macizo, este reidero, este radiante, estuviera condenado. Adquiere un tono natural y austero para pedirme disculpas, no se lo digo a nadie, nunca me gustó el papel de víctima, pero vos siempre me inspiraste confianza y si no lo digo a nadie (porque ni Sandra está enterada) me asfixio, es mucha noticia, sabés, para gastarla a solas.
     Apoyo mi mano sobre su brazo, no se me ocurre otra cosa, no encuentro nada que decirle, en materia de comunicación soy un fracaso. De pronto se levanta, me deja una tarjetita con su dirección y su teléfono, dice chau Alirio, fue bueno encontrarte, y se va tal como vino, corriendo entre los autos y los camiones.
     Después de todo, hace sólo dos meses que regresé, tras doce años de distancias. La ciudad es y no es la misma. Las mismas baldosas flojas de la vereda, el mismo sol que se filtra por entre las hojas de los plátanos, la misma hermosura frugal/frutal de las muchachas mañaneras, las mismas galerías de fulgor devaluado. Pero hay también un deslustre, un deterioro, que son nuevos. Hay una sombra en las miradas, una fatiga en los pasos, una lejanía entre prójimo y prójimo, que son otras, distintas de las que empezaban a vislumbrarse quince años atrás.
     En cada esquina, en cada quiosco, hay un notorio despliegue de diarios, semanarios, revistas. La gente se detiene a leer los titulares, pero son pocos los que compran. Evidentemente, para enterarse de las noticias está la radio, que es gratis, y además un diario cuesta más que un litro de leche.
     Hola, don Alirio, me saluda el diariero de quien fui cliente durante casi diez años. Cuándo volvió. Le recito la ficha que he memorizado para responder a la pregunta de siempre. Usted que sabe, usted que ha viajado, dígame si por esos pagos la cosa está tan jodida como aquí. Está también, pero es otra manera de estar jodido, hay una miseria del consumismo. Qué suerte, ¿no? Gente que sabe me ha dicho, don Alirio, que la miseria del consumismo es una maravilla. No es una maravilla, qué va a ser, pero cómo explicárselo. Le compro un diario como pretexto para decirle chau.
     Y sigo solo, nadando entre la muchedumbre que está llegando pero atrasada. Pasan los portafolios, los bolsos, los pantalones remendados, los zapatos sin medias, las polleras del año pasado. Pasan los ojos irritados, los labios mal pintados, las calvicies precoces, las manos que se abren y cierran como monologando.
     Ayer pregunté por tres amigos de los años sesenta. Dos murieron. Uno en un accidente; otro se roció con nafta y se prendió fuego. El sobreviviente se incineró de otra manera. Colaboró con los milicos, hizo pingües negocios, hoy tiene bruto piso en Bulevar, un lujoso rancho en la Barra de Maldonado, y además se casó con la hija segunda de un barraquero de primera. Cuando el gobierno hace alarde de un PNB de más de tres mil dólares per capita, él aprueba en silencio con su capita propia.
     Y bien, soy de aquí. Ojo, no lo afirmo, más bien me lo pregunto. ¿Soy de aquí? Después del trago amargo de la identidad, un té de boldo por favor. En doce años olvidé detalles, esquinas, apellidos, direcciones, teléfonos, anécdotas. Contemporáneamente construí vínculos, paisajes, imágenes, sonidos, abrazos, lealtades. Tengo nostalgia de los lugares donde sentí nostalgia. Y sin embargo creo, casi estoy seguro, de que soy de aquí.
     Si rengueo es por algo que también es mi culpa. Cada pozo es mi pozo. Esa descomunal basura de Mercedes y Florida es también mi basura, mi detritus, mis escombros. Tengo mi cuota en las desavenencias, en los pequeños y grandes odios, en los puentes derribados, en las cerrazones del corazón, en los murmuradores solitarios, en las mezquindades a flor de piel.
     Mi extrañeza, mi incomunicación, no constituyen en realidad mucha noticia (como la tan terrible de Mauricio) sino poca, poquísima noticia, pero de todos modos no estoy dispuesto a gastarla a solas. Mañana sin falta llamaré a Mauricio.

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