Eramos gente hechas al don de mansedumbre
y a la vaga memoria de un camino a algún sitio.
Y nadie dio la orden. –Quién sabría su instante.–
Pero todos, a un tiempo y en silencio, dejamos
el cobijo usual, el encendido fuego que al fin se extinguiría,
las herramientas dóciles al uso por las manos,
el cereal crecido, las palabras a medio, el agua derramándose.
No hubo señal alguna. Nos pusimos en pie.
No volvimos el rostro. Emprendimos la marcha.