Me has pedido que escriba y, como siempre que de escribir se trata, me miro al espejo, me miro los pies, me miro las manos. Como siempre, también, invento mil maneras de dilatar este momento. Me cuelgo el delantal sobre el pecho cansado y me dedico a lavar las tazas, los cubiertos, las ollas y los platos. Amigo, querido amigo mío, ¿a quién le has pedido que escriba? ¿A la madre de Mariela, a la madre de Arnold, a la hija de Pascual, o a la de Lázara? ¿A la mujer que vivió en la finca Laberinto, o a la que ostenta un pasaporte español que reza, de pasada, como detalle sin importancia, que nació en Cuba el 17 de agosto de 1953? ¿Quién, de las tantas que soy, y las ningunas, asume el riesgo de convocar palabras, sólo para cumplir este contrato de amistad que firmamos en La Habana hace ya cinco lustros? ¿Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos? Tengo colocada, en el dispositivo de audio de mi ordenador, una canción, una sola canción: Unchained Melody, de Air Suplay, la repito una y otra vez y ¿sabes? Mariela dice que es una canción muy taky, cursi, diría si aún estuviéramos en la isla; hortera, si ella se encontrara a mi lado en Madrid y entonces, no me queda otra alternativa que asumir que sí, que soy taky, cursi, hortera ¿y qué? ¿Por qué tenerle miedo a ese aspecto de la sensibilidad que confundimos con la sensiblería? ¡Como si solamente lo escabroso fuera digno de conmovernos! Tememos tanto a la verdad, que escarbamos la tierra de este gran cementerio en el que hemos inhumado los sentimientos más elementales, y ahí nos escondemos, tiritando de pánico a ser des-cubiertos. Mientras más complicamos las cosas, más inteligentes nos creemos. ¡Ill be coming home, wait for me!, entona el vocalista de voz fina y yo desafino con él, porque es a casa, a la Gran Casa a donde quiero ir.
A veces descubro a la extraña que vive en mí observándolo todo como si estuviera despidiéndose y es que me acostumbré a las despedidas o, a lo mejor, quizá, al ver morir el mundo que ya no deseo contemplar, construyo la esperanza de un mundo mejorado, más allá de toda limitación, superadas todas las ilusiones y suspiro, ¡O, my love, my darling, at home get for your love!
¿Está Cuba en ese mundo que visito cuando cierro los ojos y me dejo llevar por las ensoñaciones? Incordia la Esfinge vallejiana: ¿Qué Cuba? ¿La Cuba que analizan en La Casa Blanca, o la que desmenuzan en la Unión Europea? ¿La de los prisioneros, o la de los transterrados? ¿La de los turistas? ¿La de los políticos? ¿La de los poetas, quizá? ¿La de los cobardes? ¿La de los valientes? ¿La de los asesinos? ¿La Cuba de las víctimas? ¿La de estómago descomunal que devora a sus hijos y luego los vomita, desprovistos de toda humanidad? ¿La Cuba donde fui otra, hace quince años, o la de quien estoy siendo ahora mismo? ¿La Cuba que me enfermó de Cuba, o la que terminó curándome de sí?
Te cuento un pasaje apenas importante. North Miami Beach. Abril de 2006. Un balcón frente a un lago, luna nueva y una mujer tristísima luchando contra la imposibilidad. Pascual Cruz Varela, su padre, enfermo de cáncer en el esófago, decidía bajarse del carro de la vida y ella no estaba allí para ayudarle a transitar sin miedo. Ella no estaba allí. La Habana era un lugar donde su padre estaba muriendo y ella no estaba allí. Noventa millas eran la inmensidad y lo imposible. A cuarenta y cinco minutos de distancia su padre se moría y ella no estaba allí. No podía estar allí. No la dejaban estar allí. Nada nuevo, ¿verdad? Nada que no estuviera sucediendo desde el comienzo de los tiempos y ella preguntándose si de verdad existe alguna dignidad en el sufrimiento, en la separación. Por primera vez, cuestionándose si valió la pena tanto esfuerzo. Entonces supo que Cuba, además de su país de nacimiento, es un lugar donde su padre puede morir sin que ella esté presente. Para morirse no la necesitaba. Noventa millas y cuarenta y cinco minutos eran la eternidad, el quantos insalvable.
Empezó a vivir como quien no necesita testigos y, paradojas de la vanidad luminiscente, aún es capaz de sentarse a escribir ¡corrige lo que escribe!, y se ríe de sí misma, sospechando que, detrás de su abandono, aún persiste ese afán estilístico de inefable pureza, ese anhelo de tocar sólo lo bello ¡I need your love!
Descubrió que aspirar es estar vivo, Dios es aspiración, lo contrario es la expiración, si dejas de aspirar es que estás muerto. ¡Es todo tan sencillo, que da asco! Y colorín, clorao, ¡esta parte del cuento ha terminado!
Si es verdad que la misma agua no pasa dos veces bajo el mismo puente, quisiera poseer el atolondramiento de esa agua que, sospecho, no tiene ninguna conciencia de sí, ni para sí, ni se piensa agua, ni se pregunta nada, solamente ES y eso le basta. El agua sólo quiere ser agua, pero nosotros pensamiento y ahí fue donde se jodió la cosa, porque empezamos con las dudas, la preguntadera, los juicios y ¡el Copón Divino!, diría doña Lázara, mi madre. Niña, deja ya de joder con las preguntas. Niña, que eso no se dice, que eso no se hace, que eso no se toca.
Por lo demás, todo está bien, cada uno viviendo según el guión prescrito y llenándonos los ojos ante las vidrieras para aliviar el vacío de nuestros corazones y sospechando que es demasiado absurda esta historia como para confiar en su realidad. ¡Es muy duro ser paria! Es difícil de superar el susto cuando sentimos que, con cada paso, se nos quita el suelo de debajo de los pies, aunque eso, bien visto, nos ayudaría a reconsiderar nuestra idea del regreso porque, seguro que ya lo descubriste, cuando haces un ejercicio de absoluta sinceridad, aún sin haber tomado en serio al orate de Niezstche, sabes que es imposible volver a ningún lado, no hay ningún sitio al que puedas volver, a no ser, claro, que quieras convertirte en la versión actualizada de la mujer de Lot y te quedes, estatua de sal, de espaldas al aquí y ahora y derritiéndote por lo que ya no es, por lo que ya no será nunca. ¿Pesimista? No. He tenido que nadar demasiado para conformarme con morir ahogada en la orilla de semejante topicazo. Es que ¡el orden de los factores sí altera el producto! ¡Nos creímos lo que nos enseñaron en la escuela! Nos lo creímos y lo que es peor: lo repetimos como loros, porque fue en ese instante de locura donde perdimos la certeza. Dios nos creó a Su Imagen y Semejanza y nuestra demencia nos llevó a pensar que somos los creadores de Dios a imagen y semejanza nuestra, ¡como si fuera posible que lo Eterno Intemporal pudiera instalarse cómodamente en lo aparente y transitorio!
Amigo, querido amigo mío, ¿todavía sigues pidiéndome que escriba, que siga contaminando el mundo con papelitos? Pues, vale. Todo sea en honor a nuestra amistad de hoy, renacida en cada segundo en cada circunstancia, para estar hoy en esta hermosa ciudad de contrastes, sumada a la otra, la ciudad donde fuimos jóvenes, quizá más inocentes, sí, o más ignorantes, da igual. Vivir sin equipajes es la meta, como quien pasa por las estaciones y sabe que son sólo eso: estaciones, porque ninguna es el final del viaje, saborear el camino a conciencia de que es el medio, no el fin y así vamos, amigo, divinizados, solos, creyendo que seguíamos las pistas de la vida. Por suerte, el corazón es el mejor semáforo, por eso nos doy esta plegaria, como un rastro de luz para guiarnos en el aterrizaje: